Decadencia en vena

Escribía la escritora italiana Susanna Tamaro en uno de sus libros que "nuestra sociedad rehúye el esfuerzo como el más horrendo de los espectros. Facilidad e inmediatez son las únicas vías usadas, y los resultados, desgraciadamente, son bien visibles. La que vemos a nuestro alrededor es una sociedad frágil, enferma, indefensa, en profunda decadencia. Una civilización que cede a todas las tentaciones, excepto a la del esfuerzo. Y, sin embargo, el esfuerzo es la esencia misma de nuestra vida y de todas las criaturas. Sin esfuerzo no hay construcción. Sin construcción, no hay sentido." 

Razón, pues, no le faltaba a una autora acostumbrada a recibir críticas políticamente duales, por su diestra y su siniestra –ya me entiendes–; es decir, de un bando u otro, por pasiones suscitadas, instintos generados y conflictos políticos que, sin solución de continuidad, nos conducen irremisiblemente a la confrontación propiciada por una aguda y acusada divergencia ideológica.

Y es de la latente y persistente decadencia que nos rodea de lo que quiero escribir; sobre todo, de ese manido error de echar la vista atrás, de evocar lo pretérito o, cuando vienen mal dadas –como viene siendo la tónica habitual–,  recordar aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. No, no se trata de eso, sino de lo que vivimos en un presente sujeto y maniatado por una condena cuya sentencia no admite recurso alguno que pueda eximirlo de culpa

Nuestros días presentan un oscuro retrato en el que destacan pinceladas de pesimismo, materialismo, frivolidad, victimismo, actitud defensiva, crisis de identidad y la condescendencia hacia sesgadas interferencias y una invasión alentada por el buenismo, el negocio de las mafias y una particular visión de un estado de bienestar, ya quebrado, empeñado en hacerse el haraquiri ante la desafección por lo nuestro y la sobredosis de pasotismo e inacción que, juntas, anulan cualquier tentativa de revertir nuestra patética contemporaneidad. 

Y no hay más ciego que el que no quiere ver o, habiendo visto demasiado, ya ha llenado su egoísta caja de caudales con el beneplácito de un sistema que, lo mires por donde lo mires, apesta a podrido como aquellas palabras de Horacio en el "Hamlet" de Shakespeare.

Hoy, es tal la relajación que, sin remisión, no deja de trascender en nuestro ámbito espiritual, religioso o moral con abundantes muestras de dispersión, distracción y desinterés. Los ingredientes que alumbraron y fortalecieron la civilización occidental han hecho mutis por el foro hasta el punto de habernos transformado en zombis sociales inadaptados al esfuerzo y la exigencia.

Y, entre las causas de este progresivo ocaso, son evidentes la prolongada extensión temporal de la riqueza, sin tiempo casi para preocuparnos del bolsillo; el culto al dinero con el consiguiente egoísmo en sus versiones personal y económica o, sobre todo, el rechazo al deber, la responsabilidad y el compromiso. En esas lides, ya hemos llegado al nivel avanzado de nuestras competencias –¿o incompetencia?– para alcanzar insospechadas metas dentro de nuestra deshumanizada realidad.

Y no sólo eso; también nuestra lengua y la Educación han sufrido los temblorosos efectos del tsunami ideológico. De un tiempo a esta parte, el sistema educativo adolece de unos valores que, a su vez, se han exiliado de la sociedad en la que vivimos. Hay prisa por todo y todo parece ser cuestión de premura, de un beneficio instantáneo o una fácil recompensa en forma de, por ejemplo, altas calificaciones sin esfuerzo, con una Filosofía en entredicho, una Historia revisada y perversamente adaptada o una lengua humillada por hablantes acostumbrados a la docilidad y manipulación con el infame objetivo de convertirla en el arma arrojadiza de la discordia y fracción social como, hace casi setenta años, anticipaba Ray Bradbury en "Fahrenheit 451".

 

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