España y el exceso del mal

La vida de Job es la historia de la resistencia y de la esperanza de un hombre bueno y justo que sufrió con paciencia todo tipo de males y atropellos permitidos por Dios. La lección de este patriarca bíblico ha generado a lo largo de la historia miles de interpretaciones y de reflexiones de todo tipo. Pensaba yo en la ofrecida por Philippe Nemo en su libro “Job y el exceso del mal” publicado en 1978. El filósofo francés nos brinda, a propósito de este asunto, una clasificación muy interesante sobre dos tipos de personas. En primer lugar, se encontrarían los metafísicos que serían aquellos que entienden que el mal es un misterio, un gran enigma por descubrir, algo que sale de los límites de este mundo y que, por lo tanto, no podemos ofrecer una respuesta cabal sin transgredir el plano de la razón. Por eso el mal, en tanto que mal, constituye siempre un exceso. Job no logra entender por qué le sucede todo eso. En cambio, el segundo tipo de personas serían los políticos, aquellos que tratan de dar una respuesta lógica y normativa a todo tipo de mal, los amigos de la razón, los que interpretan la experiencia dolorosa del mal de Job, pero que sin embargo no alcanzan más que a introducir dolor añadido o terminal en el sufriente.

En este sentido, Paul Ricoeur decía que Job encarnaba al “tonto por excelencia” porque en este “sufrir por sufrir” a todos los efectos se mostraba como absurdo e injustificable. Y el también filósofo francés Jean Nabert subrayaba la necesidad de distinguir entre los males que acontecen de forma natural, de los males que surgen por causa de nuestra propia voluntad, porque, en efecto, no todos los males pueden ser llamados injustificables.

A partir de esto, podríamos señalar que el COVID-19 o Filomena podrían ser catalogados como males que han acontecido en este mundo y que sufrimos como seres frágiles y contingentes que somos. Sin embargo, existen otro tipo de males que no podemos justificar, más bien todo lo contario. La dictadura de las normas crea un mundo mucho más peligroso que el propio mundo natural.

En los últimos días, hemos contemplado como cientos de turistas franceses que venían a disfrutar de nuestras ciudades españolas, se emborrachaban y cantaban por las calles sin mascarilla y en grupos de más de seis personas la Marsellesa, en definitiva, sin respetar las mismas restricciones que el Gobierno de España nos impone a los propios españoles. Ahora bien, el presidente Pedro Sánchez se justificaba escuetamente en el Congreso ante el portavoz parlamentario del PNV que el Ejecutivo sigue las recomendaciones marcadas por la Unión Europea. ¡Eso sí que es una respuesta!

Sin embargo, cuando termine la Semana Santa y acabe este sainete de mal gusto, nos espera el último acto de esta obra dramática. Yo no sé si con estas medidas de “relajación para extranjeros” nos encontraremos con una doble o quién sabe si triple cepa mutante del coronavirus. Pero lo que sí que sé, es que a la vuelta de la cuarta ola nos encontraremos con la entrada en vigor de la ley de la eutanasia. Esto sí que da miedo. Pandemia y eutanasia juntas, un exceso de mal, insoportable e injustificable para España. ¡Que Dios nos pille confesados!

 

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