Los filósofos y las palabras mágicas

Esta mañana Angels Barceló invitó a la radio a un filósofo. A un filósofo. En cuanto aparece, la presentadora y sus tertulianos se transforman: hay admiración, hay unción, hay fe. Y al finalizar la entrevista, Angels le dice que ha estado maravilloso, que pasaría mucho más tiempo escuchándole “fascinada”, pero que claro, que ahora viene la publicidad, las noticias, que tiene que volver otro día.

¿Y qué buena nueva ha traído el filósofo? ¿Cómo ha obrado su magia? Ante todo el filósofo quiere recuperar el auténtico significado de alguna palabra fundamental: verdad, libertad, integridad. Y no en el sentido adulterado tan propio de esta sociedad de mercaderes o de estos políticos nuestros, corruptos y trileros, ya se sabe, sino en su sentido originario: por ejemplo, alétheia –la verdad-, que quería decir quitar el velo; cínico, que en Grecia refería al filósofo que oponía su voz a la imposición del poderoso. Angels y los demás asienten, aplauden. Es bonito.

Y sobre todo la audiencia es feliz. Ellos están con él y como él se identifican y se reclaman de un pasado que siempre –inevitablemente- fue mejor, un pasado en el que las palabras significaban lo que debían, un tiempo en el que al parecer la política no era como ahora un juego de intereses egoístas y económicos, y donde los intelectuales y los artistas se resistían al poder y a sus tentaciones. El filósofo es puro como el mundo que añora, como la torre en la que habita, y su público al escuchar esas hermosas palabras, ensancha el pecho, comparte esa pureza y se siente lejos del materialismo y de la falta de valores en los que ha caído la sociedad actual.

Al ver esto tengo las mismas sensaciones que en las celebraciones católicas a las que me veo obligado a asistir, habitualmente funerales. Presto siempre mucha atención a las palabras del sacerdote (lo mío tiene que ser deformación profesional). Además es un gesto muy humano por mi parte: nunca sé si alguien más le escucha. Al cabo de quince minutos de oír que Dios es amor, que Jesús es la verdad, que Dios es bueno y nos quiere, o sea, que es amor, y vuelta a empezar la rueda, me parece percibir el mismo embrujo que el del filósofo de la Barceló, el hechizo de las palabras absolutas y vacías: ¿Qué significan amor, bondad, verdad, compromiso o libertad, así, sin contexto, a pelo? ¿Son lo mismo para mí que para la monjita de al lado, para el señor de la gomina, para la chica del piercing?

No sé a ustedes, pero a mí hablar de justicia o libertad sin más, sin especificar, me parece un timo, hacer trampas, vender humo. Y no es algo inocente, porque estas palabras solemnes y abstractas ocultan dos cosas que aborrezco. Y no me refiero especialmente al filósofo del coloquio, hablo en general. Lo que critico es en primer lugar la actitud de superioridad moral del intelectual o no tan intelectual que mira desde su torre incontaminada las fatigas y los pecados de esos que andan metidos en las batallas de un mundo imperfecto, sea en un comité o en un parlamento. El de la torre sin embargo nunca se manchará, el barro siempre le quedará lejos. Puede que incluso ni vote o vote a alguna opción inmaculada y testimonial, o sea, que no vote. Pero no actúa así por escepticismo, él afirma creer en la democracia, en la justicia o en el ideario de la Ilustración, pero, claro, no en esta democracia o en esta justicia devaluadas, sino en las buenas, esas que al parecer podríamos recobrar volviendo al sentido auténtico del término.

Y la segunda cosa que aborrezco es precisamente imaginar que realmente existió ese punto originario y perfecto, algo así como una verdadera democracia o un genuino espíritu ilustrado crítico que hoy en día se han perdido, esto es, fantasear que el pasado fue una edad dorada y que esta sociedad es un desvarío de esos momentos mágicos. Tan solo quiero recordar que en la Atenas clásica a la que tanto se refieren los filósofos, la de Pericles, Sócrates o el Partenón, en la cuna de la democracia y del pensamiento racional, el 35 % de la población eran esclavos y las mujeres, lo decía Aristóteles, eran seres por naturaleza subordinados. Que en la avanzada Inglaterra, hasta 1820, existían 222 delitos castigados con pena de muerte, entre ellos talar un árbol o hablar mal del jardín real; que esos años en Londres a una niña de siete años la ahorcaron por robar una enagua. También que en la Ilustrada Francia del XVIII había esclavos, a los condenados a muerte se les quemaba o se les descuartizaba vivos o bien se les quebraba en la rueda; que en el proceso penal al acusado de un delito se le aplicaban en primera fase torturas horribles para establecer su culpabilidad (la question préparatoire) y, una vez hubiera confesado, otra tanda de torturas antes de la ejecución para que delatara a sus cómplices.

Pero las grandes palabras huecas y los mundos imaginarios que nos ahorran tener que descender a cosas más terrenales no son solo cuestión de filósofos o de curas. Los políticos aquí y al otro lado del océano han descubierto su potencial. Sin ir más lejos, la gran esperanza de la derecha española, esa mujer joven que desde Madrid desafía al presidente de España, se apunta también -y no le va mal- a las palabras abstractas y a las falsas dicotomías, ya saben, aquello de que al parecer tenemos necesariamente que escoger entre comunismo o libertad.

Igualmente, la izquierda que algunos llaman radical abunda mucho en expresiones con un significado no demasiado concreto, por decirlo de modo amable. Quizá es que esta izquierda tiene muy claro lo que quiere suprimir, a saber, el sistema capitalista, la globalización, las leyes del mercado… pero que sin embargo tiene muchas dudas –como todos los demás- de qué demonios podríamos poner después. Porque cuando vemos la miseria humana y el desierto moral que han dejado Stalin, Ceaucescu, Mao, Pol Pot o Kim Jong-un no parece ya defendible aquello de que la idea era buena pero que hubo algunos errores (millones de asesinados, una sociedad de terror y delación), y más bien parece que la idea no era del todo buena ya desde el principio. Quizá por esta razón, cuando le preguntamos a esta izquierda: vale, el capitalismo es malo, ¿entonces?... Pues entonces pasa que la respuesta es sospechosamente parecida a la del filósofo o a la del cura: nosotras luchamos por un mundo de justicia, libertad y dignidad, no queremos una Europa de los mercaderes sino una Europa de las personas… ¿Alguien sabe cómo se hace o qué quiere decir esto? Yo no.

Lo dicho, si alguien les habla con abstractos, desconfíen y pregunten por los detalles.

 

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