Generosa, y la traición de su corazón

Pensamientos.
Pensamientos.

¡Bastante hacían!, se decían, con lo que les costaba mantenerla en la residencia esa. Y gracias que tuvieron una buena recomendación, que si no ¡a buenas horas!, quedaría fuera. Había mucha demanda para gente como ella. Tenerla deambulando de casa en casa de sus hijas resultó mala idea. La desorientó y le hizo mella. Fue mejor solución ésta, ¡y para nosotras naturalmente!, se dijeron, una no podía hacer nada, siempre atada. ¡Genial!, les pareció a todos en casa. Hubo consenso en las familias. No había sitio y teníais que andar como unas centellas, comentaron. Su interés a salvo. Menos mal, de lo contrario alguno nos descabella, pensaron para ellas.

Juntas la llevaron. Con cuatro cosas, que la habitación era compartida. Y su toquilla, eso si, que sin ella siempre tiembla y castañea. Estamos a unos kilómetros nada más, pero te vendremos a visitar, le aseguraron, de vez en cuando. Y nos podríamos turnar.

La dejaron atendida. En compañía, y con quien podía hasta jugar a las cartas, sin trampear. Más aún, hacer amistad y charlar, que le encantaba. También, pero ya no quería, calcetar. No fue difícil convencerla del traslado y que se olvidase de sus cosas, imposibles de guardar. ¿Ñoña?, ¡en absoluto!, pero tuvieron que reconocer que quedaba sumamente apocada, incluso aplastada, al marchar. ¿Pena?. Es posible. Nosotras, derrochando convicción y alegría, se la queríamos evitar. Quizá fue sólo una impresión. Ella no se quejó. Nunca lo hacía, porque temía molestar.

Retirada de su entorno, de su mundo, por los suyos, iba dejándose colocar donde solían. Si era soleado el día, y tenía la suerte de que alguien la veía, lo tomaba un rato donde la ponían. “¡Tiempo, qué lento es tu paso!”, se decía para sus entrañas, hurgando lo que se cocían. “¡Cuánto tardan en venir los míos!. Por ellos se preguntó: ¿qué sentirían...? Wifredo, su esposo, ya no estaba. Lo extrañaba una barbaridad, y todo lo que habían compartido. Xilófono y timbales, sus instrumentos favoritos, ocultos bajo unas gamuzas que los cubrían, yacían, junto con sus fotos antiguas y sus recuerdos, en el rincón de las cosas que no valían.

Pronto se vio náufraga en medio de un inmenso mar. Un océano de soledad circundaba todo el horizonte. El frío del desamor empezó a calar en su ánimo y una profunda tristeza se adueñó poco a poco de su corazón. Su rostro, surcado por las marcas de la vida, dejó aún lugar donde hundir la huella del abatimiento. Su respiración lenta, cansada, casi imperceptible, como no queriendo alterar su ensimismamiento, apenas mecía una vista perdida, que ya no miraba hacia afuera. Asomarse al paisaje que se adivinaba a través de sus pupilas, allá, tras el fondo de las retinas, exigía un acopio de valor y tomar aire, que allí dentro no lo había. Era un ambiente denso, de olores rancios, cargado de naftalina. Un cielo encapotado y gris, daba la mano al mar oscuro, apenas ondulado. El balanceo de sus pequeños rizos modulaba los recuerdos de cuando era niña. De la ligera brisa rescató el eco de las tan añoradas voces: las de sus padres, sus hermanos, sus abuelos, las amistades, los juegos en la calle, los veranos en el pueblo, su primer amor, y último, sus hijas del alma, sus nietos, aquellas reuniones familiares, las fiestas,... Eran rumorosos, venían empapados de melancolía, llegados de muy
lejos y con sordina a su memoria casi perdida. Y se lamentó: “¡Cuánta riqueza, la que tenía,... y, yo, que no lo sabía!”. Entonces, aquel tono plomizo dejó paso abruptamente a una completa oscuridad, que lo cubrió todo. Era el marco adecuado al negro panorama que percibía sobre su futuro. Habían ido mermando sus facultades, las que aún mantenía. Las otras, desvanecidas.

Se daba perfecta cuenta de los gestos de compasión de sus cuidadores y, ¡qué amargura!, también del cansancio de su familia, que malamente trataba de disimular en sus cada vez más distanciadas visitas. Lo que más le dolía, sus comentarios en voz baja, llenos de indiferencia y vacíos de cariño, que se hacían entre ellos cuando pensaban que no oía. La idea de que su vida carecía de sentido iba abriéndose paso progresivamente y, cada vez, con mayor convicción. Era una carga. Con una calidad de vida más que dudosa. ¿Qué sentido tenía seguir así? ¿Cuánto tiempo tardaría en degradarse más y más?... Era una mujer de la generación que todavía supo sufrir, y privarse de todo para sacar los suyos adelante. Como no sabía hacer las cosas de otro modo, empezó a plantearse la forma de prestarles el último servicio. Porque sus cosas ya habían quedado dispuestas. Solo restaba darles lo que único que aún podía: libertad. Dejar de ser un lastre para ellos.

Recordaba a su amiga Teresa, que había estado varios años postrada, prácticamente como un vegetal. Se limitaban a darle alimento y a limpiarla. No le hablaban, porque ella no lo hacía. Suponían que no tendría dolor, porque tampoco se lamentaba. Como ella no podía, un día su hija, también Tere, tomó la decisión de terminar con la penosa situación. Tere no trabajaba fuera de casa. Lo hacía su marido. Los dos había soportado varios años su cuidado, sin disfrutar de vacaciones, y con las salidas tan restringidas que parecían prohibidas. Le apenaba su madre, pero consideró un sinsentido que continuase viviendo como una planta por más tiempo, porque -además- lo suyo no tenía solución. Con el parabién de la atención médica domiciliaria, aplicó a su madre la sedación prescrita en estos casos, para que sin dolor se fuese quedando dormidita, poco a poco, hasta que en uno o dos días alcanzase el sueño definitivo. En seguida lo supo, al acercarse y comprobar que había dejado de respirar. Generosa dedujo, por sus comentarios posteriores, que había sentido un gran alivio y una liberación.

No disfrutó de esa oportunidad su cuñada respecto a su padre, también gagá, pues su pensión era el único ingreso que entraba en casa. Sin embargo, a Generosa, que temía encontrarse en la misma tesitura de su amiga, incapaz de comunicarse, algo le rechinaba en su interior, y le frenaba –al menos de momento- para tomar una determinación. Desde luego, no quería llegar al lamentable estado de su amiga Teresa. Como una boya de señalización de un fondo peligroso, que sube y baja al vaivén de las olas, emergían entre sus cavilaciones, una y otra vez, aquellas añejas palabras que tanto la desconcertaban. Dichas por otra Teresa, la santa: “una mala noche en una mala posada”. Se preguntaba: ¿qué querrían decir? Si la noche es mala, está claro que se hace larga; y si el lugar donde la pasas es una calamidad, parecerá que no termina nunca. Pero la frase remite a la vida misma. ¿Entonces?... Lo de la “mala posada” lo veía más claro en esta etapa de su existencia o, si se quiere, lo del valle de lágrimas. Pero, ¿a qué se refería comparando la duración de la vida con la de una mala noche?, ¿por qué la equiparaba?, ¿hay más noches?, ¿habrá día, después de la noche de la vida?...

Quería tomar ya su decisión, pero no se desembarazaba de su desasosiego. Si alguien le animase y le ayudase, sería más fácil, reflexionaba quejosa. Con todo, prefería ser ella misma quien la asumiese mientras todavía fuese capaz. Por nada deseaba poner a sus hijas en ese trance. El “si” y el “no” eran de su incumbencia. Ella, a estas alturas, se consideraba la dueña de su muerte.

 

Nadie le había hablado de lo que empobrece al ser humano verse privado de un ser querido, especialmente cuando se encuentra en debilidad y absolutamente necesitado. Por otra parte, le parecía injusto que le dejasen solo, abandonado y, peor aún, que le diesen el empujón definitivo para hacerlo desaparecer. También desconocía lo que enriquece a una persona el asumir el reto de estar a lado de aquél, precisamente cuando su ayuda es más valiosa que nunca por las limitaciones que padece, acompañarle en su sufrimiento, amarle cuando más le hace falta, y no permitiendo que se le escapen las pocas oportunidades que le quedan para acariciarle con su mano, con su gesto, con su voz, con toda su alma. Cuando uno renuncia a esta entrega, jamás comprenderá la magnitud de lo que el mismo se ha perdido.

Si Generosa fuese creyente sabría que está forma de actuar es fiel reflejo del mismo rostro de Dios.

En la última visita trajeron a su nieta, Susanita, la de cinco años, su preferida. ¡Qué alegría se llevó! En un momento dado a ella se le escapó lo que sus padres habían comentado en casa: que había una pastilla, como la que le habían dado a su perrita Dana, cuando estaba enfermita y tan mayor, para que se quedase dormidita y se fuera sin dolor. A sus padres, al oírla, se les heló la sangre. Su abuela miró hacia la ventana y palideció, pero calló. Luego, al quedarse sola, su corazón consumó la traición, engañando a su mente, confundió egoísmo con amor, amistad con complicidad. Pudo más el corazón, quien tomó la iniciativa y la movió a disponer de lo que no le pertenecía.

Ella, sin saberlo, iba a dejar a los suyos una herencia envenenada, un amor de ficción. ¿Acaso serviría su ejemplo para inspirarles compasión? ¿Podrían esperarla para ellos?Zarpó, Generosa, sin apenas darse cuenta, y sin pastilla. Siete meses habían pasado desde su ingreso, cuando los sentimientos que le rompieron el corazón se la llevaron. Y como rastro de su paso dejaron la estela de una lágrima en su mejilla.

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