Sobre lo incalculable, el olvido y el novonormalismo

Comenzó hace unos días un Julio atípico, alejado de las noches patronales, del ajetreo de los temporeros de la fruta y el cereal, del ruido veraneante —en algunos sitios más que en otros—, del trasiego e insistencia de los besos, los abrazos, los bailes, y los repiques que acompañan esta época tan vacacional del año. Una España en verano que está de vacaciones pero no acaba de veranear; no acaba de reconocerse en su nueva y ya instituida nueva normalidad.

Sin embargo, y debo reconocer a mi pesar, no es mi intención escribir sobre lo que de este verano podemos hacer, la nueva colección de mascarillas de temporada o la reanudación de la Formula 1. Lamentablemente, y espero muchos se hayan dado cuenta, además de las insoportables circunstancias a las que se ven sometidos los españoles en el tiempo que se extienda esta crisis, muchos, más allá de la circunstancia, sufren la consecuencia. Hoy, uno puede fácilmente escuchar cualquier emisora de radio o canal televisivo y atender a los diferentes planes que oyentes y televidentes afirman organizar. Planes por España en su mayoría, modestos algunos; algunos otros no tanto. Una España que comienza a normalizar lo extraordinario, lo ordena y lo hace apetecible como si de cualquier año se tratara; una España que ignora, indifiere, pasa por alto y pasa  página para, como acostumbramos en las últimas décadas, olvidar llanamente e “ir tirando”.

Ir tirando.

Bien, por supuesto que debemos seguir, asumir y vivir con las consecuencias que se nos presten hoy en España, pero hoy también en España se suceden, entre muchas otras que no llegaría a enumerar, dos catástrofes que muy brevemente quisiera abordar y destacar.

En nuestro país hay una generación de jóvenes que, desde que se graduaron —de la universidad quiero decir— en la franja temporal 2007-2013, no han encontrado trabajo en suelo español. Esto no es algo nuevo, se llama paro juvenil y es el más alto de la zona Euro, por encima de nuestra estigmatizada y castigada Grecia, y desde luego que ha sido un hecho que también se ha dado en la franja 2013-2020, aunque bien es cierto que en menor medida.

Así, puede parecer un simple indicador más, o quizá una parte obvia del desempleo que, como ahora, “novonormalizamos”, pero hay mucho detrás de una persona desempleada; más si cabe detrás de un joven de 22, 23, 27 o 32 años. En España hay una generación que no ha podido ponerse en práctica; ha habido jóvenes que sólo han podido pseudo- trabajar de camareros, mancebos, asistentes del hogar, entrenadores de fútbol, porteros de discoteca, temporeros de la patata, niñeros o albañiles; y esto sólo aquéllos con el coraje suficiente de renunciar a su título universitario por un infravalorado y, por supuesto, mal pagado oficio.

Pero, desafortunadamente, eso no lo es todo. De hecho diría que los oficios, el bajo salario y el desprestigio de la educación terciaria son hasta incluso lo de menos. Lo peor es que tenemos —y tal como va la cosa este 2020, tendremos— una generación de  personas que no han tenido una mísera posibilidad de formarse a través del trabajo,  establecerse, independizarse, formar una familia, cotizar regularmente y, en resumidas cuentas, poder vivir sencilla quizás pero dignamente.

 

Eso de que los jóvenes son el futuro es una afirmación lejos del desacierto y, si bien se dan ayudas, se fomentan programas de inserción juvenil o se informa puerta a puerta de todo esto anterior con el fin de paliar esta enfermedad, nada de lo que se ha hecho parece buscar la cura a la afección; nada acaba por cambiar esa tendencia cuesta abajo y sin frenos de la empleabilidad juvenil en España. Pero ésta es sólo la primera  catástrofe.

La segunda, y más grave a mi juicio, es el abandono ruin, cruel, sigiloso, esquivo, sangrante e indiferente al que se ha sometido a la mejor generación de este país. Y no, no somos nosotros, los jovencitos, esa mejor generación que, si no lo digo no me quedaré satisfecho, tenemos parte de culpa de no valer para más que para recoger la patata en marzo y la uva en septiembre. Y no, tampoco estoy hablando del Covid-19 en sí, si no que estoy hablando de: qué esperar de la generación que huye de sus compromisos, aparca a sus mayores en residencias, renuncia y se siente superior a todo lo que le ha precedido, se considera tristemente condenada a cuidar de sus mayores y que siempre prefiere y acabará decantándose por el vermú frío en lugar del paseo de mañana con su padre, abuelo, o tía Julita.

 

Hemos estado dejando, y el virus no ha hecho más que agravarlo, morir a aquéllos que sufrieron una guerra fratricida terrible, una posguerra peor, una dictadura del ganador,  una emigración adonde fuere por hacer un país mejor, una y otra crisis del petróleo, una muy salvaje reconversión, una ETA asesina junto con muchos otros grupos terroristas — hoy blanqueados, difusos y reconvertidos en cruzados de la libertad—, y por último y penúltimo, una crisis financiera sin precedentes para terminar en una pandemia sin ninguna protección. Y es que, además de sufrir y sacrificarse, ellos, la mejor generación, hizo de España lo que es hoy. Con el sudor de su frente trajeron divisas francesas, alemanas o suizas que favorecieron y sostuvieron en un principio el mercado interior, con su emprendimiento y entrega en España se quintuplicó la producción y la consiguiente exportación, con su ejemplo reconciliador trajeron la democracia y un estado de derecho sin comparación, con su voluntad y decisión entramos en la Comunidad Económica  Europea (la UE actual), con su alegría refundaron el deporte y el olimpismo español y, lo que más me parte el corazón es, que cuando a ellos vacaciones y descansar les tocó, prefirieron dar su tiempo y su pensión al cuidado de hijos, nietos, sobrinos,… y a muchos ofrecerlos hasta una habitación.

Y ahora fallecen solos en sus casas, hacinados en una residencia infectada, ingresados en un hospital que decide que ellos valen menos para el respirador.

Esa, es la gran tragedia de nuestro 2020.

Mala o malísima gestión, nulo entendimiento, crisis económica, desestructuración familiar, olvido crónico (y selectivo), falsas ilusiones novonormalistas,… son las únicas palabras que puedo ofrecerles a la vista de lo sucedido.

Suelo intentar sacar lo positivo a cada rato de lo que la vida me va mostrando; siempre creo que todo es por algo y por algo mejor, pero esto es francamente irreparable, incalculable, se mire por donde se mire.

Quizá, por lo incalculable de las pérdidas, no se digna el Dr. Simón a decirnos a cuántos hemos perdido en el frente; aunque todos sabemos que no es así y que, las cifras, aún siendo personas como usted y como yo, no les suscitan ningún valor.

Hoy, vuelve el verano a suelo español, vuelven los planes de playa, pueblo, sierra o merendero. Y todo sigue como si lo nuevo y extraño no fuera hoy, como si los problemas tampoco tuvieran mucha solución, como si lo mejor fueran las vacaciones en


Mascarilladorm, como si fuéramos capaces de sacar adelante este país como ellos, los mejores, hicieron antes y durante décadas de esfuerzo, sacrificio y dedicación.

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