Kabul bien vale una misa

Talibanes.
Talibanes.

Kabul. Horror y muerte se han citado a la vuelta de una esquina acostumbrada al olor a pólvora de dos décadas de guerra en territorio afgano. La situación no les causa sorpresa. Nada les resulta indiferente. 

Después de tantos años de combates e inestabilidad, resulta ciertamente bochornoso para Occidente que la "buena nueva", la serpiente y el veneno de los nuevos dueños de Afganistán, se esté transmitiendo y ejecutando de manera frenética. Por otro lado, no es menos sonrojante el hecho de que gran cantidad de armamento, ligero y pesado, de las tropas internacionales "en fuga" haya caído en manos de las hordas fundamentalistas.

Con este panorama, el éxito de los integristas era cuestión de días a pesar de los erróneos vaticinios de los Servicios de Inteligencia de diversos países que, si por algo paradójicamente han destacado, ha sido por la ausencia de la misma. La sempiterna guerra, la presencia de tropas extranjeras, la creación de un ejército con garantías y la corrupción en las altas esferas se han ido diluyendo como un azucarillo ante el progresivo e impositivo avance de los talibanes y el reguero de sangre y vidas dejadas en rutas de un siniestro paisaje afgano ocupado y arrasado por la violencia sin apenas resistencia.

Y esa esquina curtida en mil batallas en cualquier población observa estupefacta el deterioro y desaparición de la aparente calma y alguna que otra libertad al uso, incluso para las mujeres, ante el infame silencio e indigna inacción de gobiernos occidentales cuyas tropas parecían cumplir con las órdenes encomendadas en su misión a pesar de las necias críticas de los habituales voceros del buenismo no exento de cinismo. Total, era por una cuestión electoral, un puñado de votos o crear la división social precisa tras agitar el avispero nacional.

El baile de cifras de efectivos de un ejército afgano formado por la administración americana, los 4 billones de dólares para su instrucción o la anunciada retirada de las tropas internacionales no han hecho más que prender la mecha en ese polvorín de milicias y señores de la guerra abducidos por la corrupción y la vista gorda del presidente Ashraf Ghani, no sin antes repartir el botín y dejar al pueblo en la más absoluta de las miserias, al borde de un abismo en el que las campanas doblan a muerto ante la lluvia de munición y proyectiles de una insurgente milicia de gatillo fácil y convicciones dictatoriales.

La esperanza, como el presidente afgano, se ha exiliado, ha volado en esos aviones que, desde Kabul, parten con diplomáticos y personal extranjero, testigos del espejismo vivido, de esa inestable paz y el latente miedo que se ha aliado con la siempre decepcionante desesperanza. Lo peor está por llegar en el duro y arduo camino que, desde hace unos días, el pueblo afgano empieza a recorrer. 

Ahora, esa travesía por el desierto quedará huérfana del apoyo, despliegue, cobertura y el fuego amigo de aquellos casi tres mil seiscientos soldados cuyas vidas se entregaron por y para nada, para dar un paso atrás hacia el medievo en un país en el que cualquier atisbo de paz fue cortado de raíz por el cainismo de sus nacionales, la corrupción de sus gestores y la imposición del régimen talibán.

 

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