La vida misma

Hoy tampoco estaba Pedro allí, junto a la puerta, en la mesa alta exterior de "El 73", mi cafetería de referencia y cañas de mediodía junto al ahora desaparecido Puente de Pacífico. De un tiempo a esta parte; el lugar, el protagonista y su ubicación en la avenida se habían convertido en "mis" clásicos, en ingredientes de esa ritualidad que, cada vez con mayor insistencia, sufre el desgaste y los embates de devoradores e implacables años. Sin embargo, también faltan Juan, María, Paco, Mercedes, Manolo, Román, Lola,  Paqui y un sinfín de nombres que conformaron nuestro pasado. Ya sabes, la vida misma, y la antagónica muerte que se ha hecho tan diabólica y consentidamente viral en la más rabiosa –y mortal– realidad que pretenden ocultar. 

La edad, la enfermedad, el inexorable transcurrir del tiempo, los daños colaterales del plan orquestado contra la humanidad y el continuo miedo inoculado a la población se han convertido en culpables, principales agentes de desapariciones como la de ese vecino del número 73 o, casualmente, la antigua imagen de la calle Dr. Esquerdo en su confluencia con la Avenida de la Ciudad de Barcelona, la que precisamente se atisbaba desde la terraza del bar. La eliminación de esa barrera arquitectónica, un clásico del barrio, me ha invitado a esta reflexión en el intento de mantenerme firme y en pie, ante el acoso y derribo de un mundo en quiebra, en permanente estado de ruina.

Y, de igual forma, hemos sufrido bajas inesperadas y repentinas en nuestro entorno. Simplemente, nos basta echar un vistazo a la ausencia de conversaciones de familiares, amigos y conocidos de nuestra lista de contactos. Como Pedro y el resto, tampoco están. Queda el registro de su nombre, la foto de su perfil de WhatsApp o Telegram, el rastro de una postrera conversación, una foto de Google Photos. Nada más. La muerte siempre pasa factura y cobra. Para eso nos da una vida de ventaja.

Todos ellos han pasado a la historia, a recuerdos de nuestra memoria, al epílogo de vidas que, en tantos casos, se han precipitado hacia su ocaso dejando, por ejemplo, el inerte número de un móvil en un listado de contactos en el que, a veces, buscamos cuáles fueron las últimas palabras o mensaje que escribimos. Todo lo que empieza acaba; la vida, también, como la que perdura en la memoria de los que aquí quedamos y que, a duras penas, soportamos los azotes de la cada vez más cruel existencia no exenta de la diversidad  del polifacético Mal y sus variopintos disfraces.

Y todo sigue o, al menos, se hacen intentos para recuperar aquella normalidad baqueteada por perversos planes y poderosas élites. Hemos sido testigos recientes de menciones a ánimas, oraciones por difuntos y el recordatorio de todos los Santos que, habiendo ya partido, siguen ahí, velando por nosotros y, en muchos casos, brindándonos la fortaleza y resistencia que precisamos en combates diarios que, de una u otra forma, parecen no disponer de la bandera blanca de una bien merecida tregua. Al menos, nos quedan fe y esperanza.

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Fuerza, sobredosis de fuerza, es lo que buscamos entre los amargos capítulos de esta novela de terror cuyas páginas deseamos pasar con celeridad. No nos gusta nuestra realidad, empezamos a detestarla, a sentir pavor como en aquella película de miedo que marcó nuestra adolescencia o la pesadilla que nos atenaza en el peor de nuestros sueños.

Ahora, no hallamos confianza en aquel hombro digno de nuestro antiguo pesar, no somos mejores personas como vaticinaron los optimistas palmeros que rindieron y entregaron su libertad –y salud– sin condiciones, con envenenados discursos y malintencionados asertos procedentes de las interesadas voces de sus amos, aquellos que se han servido de la mentira, la imposición y la manipulación para abonar el erial en el que han dejado el mundo en el que vivimos y, desgraciadamente, lloramos por la severa impotencia ante la ausencia de respuestas, el exilio de valores tradicionales y la nebulosa incertidumbre de nuestra actualidad.