Un lema vivo en torno a la Cruz (II)

Valle de los Caídos.
Valle de los Caídos.

Decía ayer, al final del artículo que hoy prosigo, que dedicaría breves  pinceladas a las vicisitudes históricas por las que atravesó la Cruz. Y, con ella, la vida cristiana a la que está inseparablemente unida. Su presencia quedó oscurecida a finales del siglo XVIII durante la Revolución francesa que, con sus luces y sombras, la amenazó seriamente. Entre sus sombras, estuvo la destrucción de cruces y otros signos externos cristianos. Como es sabido, este giro revolucionario alcanzó su climax el 10 de noviembre de 1793, cuando en la Catedral de Nôtre Dame, se entronizó a la Razón deificada y se suprimió de raíz todo culto cristiano. Ilustrativo de esta situación, es un óleo titulado “Una Misa en el mar, 1973”; se conserva en el Museo de Bellas Artes de Rennes, y representa el sacrificio del Calvario celebrado en alta mar: quería mostrar la extrema dificultad de los sacerdotes refractarios al gobierno revolucionario, para celebrar en tierra firme la Eucaristía.

En la primera parte del siglo XX, el lema de los cartujos, también ha mostrado una vez más, su veracidad: “los giros del mundo” con sus revueltas históricas -la Revolución rusa y tantas otros conflictos bélicos en todo el planeta- han puesto a prueba la supervivencia de la Cruz y de la vida cristiana. Pero basten ya estas breves referencias históricas y vengamos a nuestros días.

          Como decía en la primera parte, deseaba suscitar una reflexión serena -tanto de creyentes, como de agnósticos o no creyentes-, de modo que, en medio de las lides políticas, no faltase una actitud de respeto y acogida hacia este símbolo universal de la cruz. Entiendo que debería quedar por encima de las disputas del César, sin herir los derechos de Dios.

         Agnósticos, he escrito: es bien conocido el comentario de don Enrique Tierno Galván al tomar posesión de la alcaldía de Madrid, en 1979. El «viejo profesor» en vez de jurar, prometió; y, en lugar de la Biblia, pidió un ejemplar de la nueva Constitución. Pero cuando alguien habló de retirar el Crucifijo que presidía la sala, su contestación estuvo a la altura de las palabras de Cristo: “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Porque, a la propuesta de quitarlo, replicó en términos parecidos a estos: Déjenlo estar: es signo de paz, y la figura del hombre que murió por defender una causa noble es para mí un gran símbolo. Así, supo respetar los derechos del César, sin por ello condenar al olvido permanente los derechos de Dios. Todo un ejemplo, hoy y siempre, para deslindar campos y no mezclar indebidamente opciones políticas y religiosas; y más aún, viniendo de un agnóstico declarado. Pero hace falta un mínimo de formación histórica y humanista, con altura de miras, para dar una respuesta de ese estilo: la de un laicismo, a mi modo de ver, bien entendido.

No me extrañaría que un hombre culto, como lo fue Enrique Tierno, conociera el lema de los cartujos, del que tomó pie el título de este artículo. El mundo de la era cristiana lleva girando XXI siglos, y la Cruz continúa en pie. Un hecho así, que atraviesa los siglos, merece seria reflexión como fenómeno histórico y como referente religioso; y también el consiguiente respeto hacia quienes lo veneran como símbolo del amor de Dios por todos los hombres, sin distinción de raza, color o religión.

Hace pocos años el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en Estrasburgo, dio la razón a Italia en el recurso presentado por su gobierno para  mantener la presencia de crucifijos en algunos espacios públicos. Considero que Tierno Galván, habría estado de acuerdo con el dictamen de la sentencia: el Tribunal de Estrasburgo, permitía la presencia de ese símbolo, a la vez que distinguía el significado del crucifijo, según se tratase de un lugar de culto; o, bien, en otros lugares públicos, donde su significado sería solo histórico y cultural. Por su parte, el Consejo de Estado Italiano se expresaba en términos parecidos: un crucifijo, en esos espacios, se mantiene no como objeto de culto -y por tanto, de fe-, sino como símbolo idóneo para expresar el elevado fundamento de valores civiles -respeto recíproco, valoración de las personas, afirmación de sus derechos- que tienen un origen religioso y, a la vez, son valores que configuran la no confesionalidad de Estado. Y añadía el Consejo de Estado Italiano, que “los valores configuradores de la República italiana -igualdad, solidaridad, paz o separación entre Iglesia y Estado- se fundan históricamente en el cristianismo, que defiende la libertad de conciencia y el derecho de cada persona a practicar su culto”.

Por todo lo dicho, resulta doloroso que, en estos momentos, una cruz -la del Valle de Cuelgamuros- pudiera desaparecer, arrastrada por opciones ideológicas y debates políticos, con todo el respeto que estos merezcan. En buena lid vengan esas opciones y debates; pero sin entrañar soterradas disputas entre Dios y el César, porque entonces, el bien común y todos sin excepción saldríamos perdiendo. En este sentido, también duele recordar lo sucedido en la historia cuando se pretendió quitar a Dios de la vida de los hombres. San Juan Pablo II, al final del Via Crucis, en Roma, lo decía con graves palabras: “Que no se desvirtúe la Cruz de Cristo, porque, si se desvirtúa, el hombre pierde sus raíces y sus perspectivas: queda destruido. Éste es el grito al final del siglo veinte. Es el grito de Roma, el grito de Constantinopla y el grito de Moscú. Es el grito de toda la cristiandad: de América, de África, de Asia, de todos”. Hablaba un líder religioso mundial, el Viernes Santo de 1994. 

Sería muy deseable hacer eco a esas palabras de un hombre santo; y también  a la actitud de respeto y sentido común que mostró Enrique Tierno, así como lo han hecho tantas mujeres y hombres de buena voluntad, creyentes o no, a lo largo de la historia. Esforcémonos por ser sensatos…, y dejemos tranquila esa cruz de Cuelgamuros. Su presencia puede ayudarnos a respetar el descanso de todas las personas que allí yacen. Y además, si somos cristianos, desear para todas, sin excepción, una paz imperecedera, bajo los brazos de Cristo en la Cruz: así lo quiso Él, que murió por todos, sin distinción de ningún tipo.

 

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