Mete un Premio Nobel en la pandemia

Han pasado 50 años desde que, en 1970, concedieran el Premio Nobel de Literatura a Alexander Solzhenitsyn, aunque no lo recogió hasta 4 años más tarde, después de su deportación a Alemania. Hoy, en medio de esta terrible pandemia provocada por el Covid-19, me han venido a la memoria algunos de sus comentarios sobre las sufridas experiencias de tantos millones de compatriotas suyos, en los años de la Revolución rusa, y más tarde las suyas propias.

Expulsado de Rusia en 1974, la guerra fría contribuyó a que sus denuncias de la Unión Soviética fuesen acogidas con gusto, en sus primeros años de vida en Occidente. Pero más tarde se convirtió también en “signo de contradicción” en Estados Unidos y en otros países, al denunciar lo que consideró graves comportamientos del mundo occidental. Fue clamoroso el eco mundial que suscitó su discurso en la Universidad de Harvard a la que fue invitado en 1978. El título de su intervención “Un mundo partido en pedazos”, ya suscitó interés y atracción. Puso el dedo en la llaga de lo que, según él, estaba siendo el cáncer y la raíz del Mal en las sociedades más avanzadas: en síntesis, denunció el materialismo y un olvido de Dios que, bajo diferentes signos, corroía cada vez más el mundo, tanto en Oriente como en Occidente.         

Su discurso en Harvard, después de agradecer la invitación y de aludir al lema de aquella Universidad –“Veritas”, “la Verdad”-, lo inició así: “Muchos de ustedes ya han aprendido y otros lo aprenderán a lo largo de sus vidas que la verdad se aparta de nosotros si no nos esforzamos plenamente en seguirla (…). Además, la verdad raramente es grata; casi siempre es amarga. También hay algunas amarguras en mi discurso de hoy. Pero deseo suscitar esa ansiedad no como un adversario sino como un amigo.” Palabras enaltecedoras de la verdad, que hoy deberían escocer en este mundo de “postverdades” que nos toca vivir, plagado de mentiras y postureos. 

El Nobel ruso parecía presentarse como el médico que no desea ocultar a su paciente la verdad de su enfermedad, por dura que sea. Y así, entre otras cosas recordó que, con la venida de los tiempos modernos, se inició “una civilización occidental con una peligrosa tendencia a idolatrar al hombre y a sus necesidades materiales. Todo lo que estaba más allá del bienestar físico y de la acumulación de bienes materiales (…), quedaron fuera del área de atención de los sistemas sociales y estatales, como si la vida humana no tuviese un significado superior. Eso proporcionó su acceso al Mal, que en nuestros días fluye libre y constante.” Parece que estuviera hablando también para el mundo de hoy: un hombre “idolatrado” no deja ya espacio a Dios, y es lo que estamos viendo. Vale la pena seguir con sus palabras textuales, aunque la cita resulte un poco larga; continuaba:

(…) en las primeras democracias, como en la democracia norteamericana por la época de su nacimiento, todos los derechos humanos fueron conferidos sobre la base de que el ser humano es una criatura de Dios. Esto es: la libertad le fue conferida al individuo en forma condicional, en la presunción de su constante responsabilidad religiosa. Esa era la tradición de los mil años precedentes. (…) Después, sin embargo (…), se produjo una emancipación absoluta de la herencia moral de los siglos cristianos con sus grandes reservas de misericordia y sacrificio. Los sistemas estatales se volvieron aún más materialistas. Finalmente, Occidente conquistó los derechos humanos, incluso en exceso, pero el sentido de responsabilidad del ser humano ante Dios y ante la sociedad se ha vuelto cada vez más débil.”    Volvía a poner otra vez el dedo en la llaga, es decir, la ausencia de Dios     en el espacio público, por estarlo en la vida personal de tantas gentes.

Considero que esta pérdida de nuestro sentido de responsabilidad ante Dios, se encuentra la raíz última de “un mundo roto en pedazos”, por usar la misma expresión con que Solzhenitsyn tituló su discurso. Pero habría que añadir, de un mundo roto, no en dos pedazos de bloques, digamos Este-Oeste contrapuestos, sino un mundo dividido entre quienes tienen un sentido trascendente de la vida y, por tanto, saben que hoy, y al final de sus días, tenemos que responder ante Dios; y, por otra parte, quienes han perdido ese sentido de trascendencia y, en definitiva, parecen actuar como si de nada y ante nadie tuvieran que dar cuenta de lo que hacen: sólo, ante sí mismos, ante su conciencia sorda e impermeable a los reclamos de un más allá.

Se entiende que el Nobel terminara su discurso en Harvard, con una llamada a “mirar alto” y a no dejar apagar en nosotros el fuego del espíritu. Decía así: “Si el mundo no se ha acercado a su fin, al menos ha llegado a una importante divisoria de aguas en la Historia, igual en importancia al paso de la Edad Media al Renacimiento. Demandará de nosotros un fuego espiritual. Tendremos que alzarnos a la altura de una nueva visión, un nuevo nivel de vida, donde (…) nuestro ser espiritual no será pisoteado como en la Edad Moderna. La ascensión es similar a una escalada hacia la próxima etapa antropológica. Nadie, en todo el mundo, tiene más salida que hacia un solo lado: hacia arriba». 

“Hacia arriba”, es decir “hacia Dios”: esto lo dijo, sin ambages, en otras declaraciones suyas recogidas en Seléction du Reader’s Digest, París, diciembre de 1985. Recordaba un incidente de su infancia: “Acababa de entrar en el colegio –en Rostov del Don- cuando un día me cogieron aparte mis pequeños camaradas. Excitados por los miembros de las juventudes comunistas, me reprochaban que acompañara a mi madre a la iglesia –la única que quedaba en la localidad- y llegaron a arrancarme el crucifijo que llevaba al cuello. También me acuerdo de haber escuchado a los ancianos sus explicaciones sobre los males que se habían abatido sobre Rusia: “los hombres se han olvidado de Dios; es esta la causa de todo lo que está ocurriendo”. Y a continuación, dejó claro que sabía bien de lo que hablaba: “Después de todo esto, he pasado los últimos cincuenta años estudiando la historia de la revolución rusa. Con ocasión de este trabajo, he leído centenares de obras y he recogido también cientos de testimonios individuales. Por mi parte, yo también he contribuido, con mis ocho volúmenes sobre el tema, a despejar los escombros que la revolución ha dejado. Sin embargo, si se me pidiera ahora formular, de la forma más concisa posible, la causa principal de este desastre que ha sepultado a más de sesenta millones de mis compatriotas, no podría hacer nada mejor que repetir continuamente a mi alrededor: “los hombres se han olvidado de Dios; es ésta la causa de todo lo que está ocurriendo”.

Hoy, ante los momentos de extrema tensión que sufrimos en todo el mundo por la pandemia, ha sido obligado formularnos los “porqués” para acertar y poner remedio con nuestras fuerzas humanas hasta donde podamos llegar. Pero siguiendo el proverbio “ayúdate que Dios te ayudará”, ¿no es también el momento de recoger la convicción de Solzhenitsyn y preguntarnos: no nos habremos olvidado de Dios? No sólo al llegar la pandemia, sino ya desde antes. Lejos de mí pensar que todo esto nos esté pasando por el olvido de Dios, ni menos aún verlo como un castigo. En otras palabras: no es que haber prescindido de Dios en la vida pública -está a la vista que así es en vastas regiones del mundo-, sea la causa de cuanto nos sucede. Pero ¿no estará permitiendo Él, tal vez, que todos los sinsabores y sufrimientos de estos ocho meses, sean como el grito paterno con el que despertar nuestras conciencias dormidas? 

 

Demos entrada también en estas consideraciones a C. Lewis, porque quizá entonces empiecen a salirnos las cuentas o, al menos, arrojemos un poco más de luz para que nos salgan. Es conocido su pensamiento de que «Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer, pero le grita mediante el dolor: el dolor es su megáfono para despertar a un mundo adormecido”. Este “megáfono divino”, en el decir de Lewis, está sonando ahora en el mundo entero y a toda potencia. ¿Seguiremos sordos…? ¿Nuestra “sensibilidad intelectual” está tan adormecida?

Me parece que sus puntos de vista -los del Nobel ruso y los de Lewis- coinciden y se complementan mutuamente. Ninguno de los dos ha sido “un pardillo” y bien haríamos todos, empezando por los creyentes en ponderar sus sugerencias y sacar oportunas conclusiones. Al inicio de la pandemia, publiqué aquí mismo un artículo titulado “Con el mazo dando y…”; lo escribí con intención muy realista: defendía la tarea de poner todos los medios humanos, faltaría más, para afrontar la situación. Pero quería sugerir también que practicásemos la otra parte del proverbio: “a Dios rogando”. Quizá hemos dado y seguimos dando demasiados golpes “con el mazo” y no siempre acertadamente; pero nos falta tomar conciencia de la necesidad de “poner a Dios en nuestras vidas” y, sin beaterías, dejarle sitio en la vida personal y social: así respiraríamos más hondo en nuestro corazón, aunque tengamos que seguir  llevando mascarillas.                   

Necesitamos, en fin, recurrir en serio a la ayuda de Dios. Sin duda que Lewis y Solzhenitsyn estarían de acuerdo en suscribir estas palabras del Papa Francisco al inicio mismo de la pandemia: “No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. (...) Entreguémosle nuestros temores, para que los venza (…) Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.” (Homilía por el fin de la pandemia. Roma 27-III-20)

Desearía que estas consideraciones nos animen a todos a “mirar hacia arriba” y, con la fuerza de Dios, ayudar también a cuantos tenemos a nuestro alrededor. * *

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