La multiplicación de los dioses

A pesar de venir repitiéndose desde la noche de los tiempos, son legión los que siguen cayendo en aquella primitiva y artera celada. El gran taimado les ha seducido con voces falaces: “¡No hagáis caso!, ¡seréis cómo dioses!”. Le creyeron. Les interesaba.

Extraño momento. Regocijo magno: ¡sentir mi albedrío soberano!. Que nadie, en adelante, me mande. Bien y mal, cosa son de mi gana, como la senda por la que ande.

Dueños de vidas y haciendas hechos. Instancia única e inapelable para otorgar o cercenar derechos. Quién nace o quién muere ven discutible. Y lo fallan cuando y como les conviene. Sin importar la verdad, niegan testimonios e inadmiten las pruebas.

Constituidos en dioses nuevos, con aires entendidos y henchidos de soberbia, sobre una aparente torre se sienten alzados. Es la Babel de los confundidos. Circundada por tenebrosa bruma para ocultar la sima profunda en que están hundidos. Allí donde no hay día que sol alumbre, ni negrura que luna en penumbra mude. Una extraña luz acude, cegadora, abrasadora, que insensibiliza e impide percibir la viciada atmósfera que genera. Concebida para marchitar ansias, asfixiar la vida y terminar con ella. Hábitat de mentes corrompidas y corazón acorchado, de almas heladas por el ocaso de Dios, que han matado. 

¡Plaga de deidades multiplicadas, convirtiendo el Edén en selva para que impere vuestra ley, la del más fuerte!. Grandes necios, en azufre incensados, practicando el ritual al “rey de los precipitados”. Recorréis, quizá en ignorancia, la autopista enrejada de los condenados. Abandonad toda esperanza de dejarla antes del final, salvo que toméis el vial, de difícil acceso, estrecho y cuesta arriba, que conduce a la única salida. Todo invita a desistir, pero se puede conseguir, si se abona el peaje que se ha de pagar: humillarse y pedir piedad.