¿Normalizar la mentira?

A esas alturas del siglo XXI, pocos discuten que el régimen político dimanante de la Transición y de la Constitución de 1978

Sociedad.
A esas alturas del siglo XXI, pocos discuten que el régimen político dimanante de la Transición y de la Constitución de 1978, en España, ha supuesto una de las etapas históricas de mayor prosperidad económica y avance democrático de nuestra historia.

Empero, tras décadas de profundos cambios a todos los niveles de la sociedad española y que suponen el paso definitivo del umbral de la modernidad, son apreciables algunos problemas que presenta el ejercicio de la política en España que, lejos de ser de índole menor, proyectan una desafección progresiva de la ciudadanía hacia la política en general y los políticos en particular. Uno de estos problemas es la normalización de la mentira, entendiendo ésta en sentido amplio, donde caben las “medias mentiras”, las “medias verdades”, o dicho de otro modo la “mentiras a medias” o las “verdades a medias”, la tergiversación interesada de la realidad, la elevación de lo anecdótico o la ocurrencia a categoría, cuya prevalencia interesa al promotor y, en suma, la manipulación a través la sustitución del hecho en sí, por la interpretación sesgada y partidista del mismo, siempre en aras del interés propio y no del interés general de la mayoría de la población, con las matizaciones que se precisen para definir este concepto.

A este panorama desalentador contribuye de forma nítida, el hecho de la facilidad con que cuentan esas “artimañas groseras” para calar en el seno de la sociedad, a través de la manipulación, sobretodo de las redes sociales, en una especie de ceremonia general de la confusión, en la que un simple tuit, destinado a la reacción de la visceralidad, adquiere una influencia y eco notablemente mayores que el análisis sosegado, razonable y prudente de cualquier cuestión o asunto en litigio.

Probablemente, la motivación dominante por la que se han instalado en la misma médula del sistema, aquéllas deplorables prácticas, es el hecho de que, más allá de que, cuando se producen se alienta una cierta sensación de rechazo social, en la práctica no hay una penalización ostensible de la mentira en las urnas, por parte del electorado, quizás porque el paso del tiempo entre el momento de la mentira y el momento electoral, amortice los efectos negativos de esta, en un mundo en que lo inmediato de ayer queda solapado por lo inmediato de hoy.

Lo dicho, ¿normalizar la mentira? ¿Qué me estás contando?

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