Padre Huidobro, capellán y legionario

Amanecía aquel domingo 11 de abril de 1937 teñido de sangre y tristeza por las casi 200 bajas de los tres días anteriores. Este tiempo había bastado para comprobar la crudeza de unos combates que, en ocasiones, rozaban lo épico por intentar cumplir con el dictado de los espíritus del credo legionario. El sol, como el empuje de las vanguardias en las trincheras, no se atrevía a dar la cara por la Cuesta de las Perdices, en el costado izquierdo de la carretera de La Coruña. Ese día, el astro rey parecía haberse exiliado de un campo de batalla en el que no había nada que celebrar.

A pesar de la festividad dominical, no había lugar para la algarabía de la tropa. Las trincheras no permitían un resquicio de tregua. Cualquier descuido, sombra, movimiento o variación de la luz estaba en el objetivo de la mira telescópica del fusil de unos brigadistas que, apostados en el borde opuesto de la carretera, no perdían detalle de los pasos en falso de los legionarios. Además, una intensa niebla, denominador común de los últimos amaneceres, propiciaba el escenario idóneo para la desesperación de unos hombres que, en unas 72 horas, se habían mal acostumbrado a dar el último adiós a decenas de camaradas. Era el elevado precio que se tenía que pagar ante la contundente presencia de carros de combate, la amenaza del apoyo aéreo y la batiente artillería de un enemigo que fustigaba sin cesar la retaguardia y trincheras legionarias.

A pesar del carácter ganador del capitán Canós, al mando del sector de la derecha, y de la alegría y buen humor del capitán Iniesta, que mandaba el de la izquierda, los ánimos de la tropa legionaria andaban tocados por la masiva explosión de proyectiles del calibre 122/46, también llamado "doce cuarenta". Su devastador efecto había convertido en un auténtico infierno aquel bellísimo paraje y, lo peor, reducido el contingente legionario a la más mínima expresión en cuestión de efectivos. El miedo continuaba llamando al miedo. Y no se trataba de voces, sino de alaridos desgarrados que, llenos de rabia y dolor, se oían a un par de cientos de metros de distancia.

Persistente y sin ganas de acompañar a los caídos en su despedida del mundo terrenal, la niebla fue incapaz de diluirse hasta que, con la posterior llegada de una fina lluvia, comenzó su progresiva retirada al mediodía. Había sido la tónica habitual en las inmediaciones de Aravaca, repletas de infinidad de caminos pedregosos que zigzagueaban hasta perderse en la distancia, después del traslado de la IV Bandera de La Legión desde las trincheras del Jarama.

Y mientras tanto, ese hondo pesar por la pérdida del legionario hermano continuaba atenazando el ardor guerrero de unos supervivientes diezmados por las acciones de un enemigo aplastantemente superior en número y medios. A aquellos bravos guerreros sólo les quedaba aferrarse a la vida con oraciones, obedecer órdenes de sus oficiales y contemplar deslumbrados el hilo de esperanza que el padre Huidobro, capellán de su Bandera, les transmitía a través de múltiples exhibiciones de valentía y temeridad.

El "curita" se había convertido en héroe inesperado entre tantas y tan continuas muestras de dolor. Su actitud valiente y el desprecio a la vida bien parecían haber sido transfundidos por alguno de sus admiradores; sobre todo, de los de una vanguardia que, agazapada ante la incesante lluvia de proyectiles, contemplaba su habilidad para, crucifijo en mano, jugarse el tipo con la misión de dar la extremaunción a los caídos de ambos bandos o, en ocasiones, confortar con una oración al que agotaba los últimos segundos de su existencia.

"¡Le van a matar, le van a matar!", exclamaban sus "legías" mientras, raudo y veloz, se apresuraba a agacharse entre los dispersos cadáveres que decoraban un escenario dantesco. Había lucha sin cuartel y el estruendo de las explosiones machacaba los oídos de los combatientes hasta, poco a poco, ir minando sus pensamientos existenciales. Había que resistir. No quedaba otra.

Los proyectiles seguían cayendo, las balas continuaban su incesante silbido y el páter, ajeno a la que se le venía encima, iba de un lado a otro para llevar a cabo su misión. Entonces, con el paso de las horas y la desaparición de la niebla, el hostigamiento se había hecho insufrible. ¡Hasta los árboles, supuestos refugios, parecían estar aliados con el enemigo! La seguridad, la confianza y la protección habían desertado.

 

No había tregua; sí, morterazos, proyectiles e, incluso, un predecible ataque aéreo. La Muerte había afilado su guadaña y saciaba su sed infiltrada entre montones de cadáveres en las trincheras, parapetos destrozados por la enorme fuerza del enemigo y voces que servían de advertencia para una última despedida.

"Padre, le ordeno como jefe que se retire inmediatamente al puesto de socorro. Allí van a llegar decenas de heridos y cadáveres. Si se queda aquí en la trinchera, nos va a resultar más difícil movernos y organizar con eficacia la defensa", gritó el capitán Iniesta ante el trágico cariz que estaban tomando los acontecimientos. No era momento de discusiones, ni de carreras alocadas. Tampoco de un último intento por salvar almas o acompañar a los caídos en el último suspiro de una vida arrebatada por esa maldita guerra fratricida.

Pero en esa ocasión, el padre Huidobro no vaciló, ni siquiera insistió en permanecer junto a su capitán y velar por la salud espiritual de los legionarios que ocupaban la extrema vanguardia. Se acercó a Iniesta, le pidió su medalla de la Virgen Milagrosa y, con impetuosa devoción, la besó tres veces mientras repartía su última bendición entre aquellos valientes.

La estela del héroe abandonó los puestos de honor cumpliendo con su deber, obedeciendo hasta hallar la muerte en un sitio inesperado, el chalet de Aravaca en el que se confundían gritos y sollozos entre últimos pensamientos terrenales y un efímero repaso a recuerdos de anónimas vidas que llegaban a su fin. El héroe, envuelto en su capote legionario, partía en compañía de la gloria divina. Su misión terrenal había terminado por orden del Todopoderoso.

Ese puesto de socorro, esa obligada retirada, aquel día del Buen Pastor y un proyectil de artillería se habían convertido en testigos excepcionales de la últimas gestas del páter, de su última sonrisa y el enésimo intento de, con la sencillez y disponibilidad que le caracterizaban, acompañar a sus legionarios en un viaje al que, esta vez, se había sumado para, con 42 de ellos, encontrar su última morada en un frío nicho del cementerio de Boadilla. 

El frente quedaba huérfano, ausente del presto auxilio del páter y la paz espiritual de sus palabras, cientos de ojos se cerraron por última vez y la noche, estrellada y silenciosa, se hizo sobre la Casa de Campo para dar paso a un nuevo día en las almas de los que habían emprendido el camino en busca de la luz eterna.

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