Unas pinceladas catalanas de Laín Entralgo

El año 2001 quedará para el mundo como el año de las Torres Gemelas venidas abajo. Otros lo recordaremos, además, por algo más discreto: la desaparición de Pedro Laín Entralgo, arquetipo de “homo humanus”,como lo llamé en artículo publicado entonces en El Correo (el de Bilbao) y en algún otro diario. A nadie que haya leído la obra del hijo de Urrea de Gaén se le habrá pasado nunca por la cabeza lanzarse en un avión contra un rascacielos. Porque es lectura para la templanza. Dejémoslo así y vayamos al encuentro de unas pinceladas suyas reveladoras de su retrato de Cataluña. Las que asoman en “A qué llamamos España”, libro publicado en 1971. Mucho ha llovido, las condiciones materiales y la misma mentalidad de los españoles han experimentado un cambio de vértigo, pero esta excursión de la mano del historiador de la Medicina sigue teniendo su interés.

Lo primero, el paisaje. Y así, viniendo de la parte de Aragón nos encontramos con que “a medida que vamos entrando en la tierra catalana, muy pronto el paisaje deja de ser esa brusca yuxtaposición del áspero dramatismo del sequedal y la fecundidad prometedora de la vega”.Estamos, por lo tanto, en una tierra de mesura. Claro que Cataluña ha representado en la historia de España el empuje industrial, cuya contraparte escorial está a la vista. Pero aun así el ojo crítico de Laín señala que “salvo en las zonas en que la industria se ha obstinado en poner la economía por encima de la estética, todo en esta tierra se concita para alcanzar en grado eminente las dos notas que esplenden en su rostro: la belleza y la armonía”. La fina sensibilidad del catalán ha sabido adornar con un toque artístico su actividad, de manera que nos encontramos ante una naturaleza que “ha sido trabajada con voluntad de arte, no sólo con voluntad de lucro, por los hombres que desde hace siglos la habitan”. Laín destaca esta concurrencia de naturaleza, arte y utilidad, cuyo resultado “ha sido la espléndida corona que dentro de aquel triángulo forman las comarcas del agro catalán: el Llano de Vich, el Ampurdán, el Vallés, la Maresma. El Panadés, el Priorato”. Es lo que llama el “paisaje-morada, la configuración pictórica y sentimental de la tierra como ámbito vital a un tiempo contemplable y vívidero”. Hay que añadir que define otros dos tipos básicos de paisaje en España, el “paisaje regazo” de la verde franja que va de los montes vascos a la desembocadura del Miño y el “paisaje suelo”, duro, de batalla, que es el que se corresponde con la tierra castellana.

El pensador turolense señala con indisimulado entusiasmo que “a ningún fragmento de toda esta dolça Catalunya quisiera renunciar yo”. Si se viera apremiado a elegir, y sólo en ese caso, recalca, “acabaría quedándome con el Ampurdán, con los dos Ampurdanes, el Bajo y el Alto”. Llama a esa comarca “una de las tres cimas de la Romania”. Y continua con un canto que tiene que sonar dulce en oídos catalanes, con dos interrogaciones retóricas cuya respuesta es un sí franco: “¿Acaso no lo son, por igual, la Toscana, la Provenza y el Ampurdán? Estas tres porciones de Europa, ¿no son, por ventura, aquéllas en que mejor se aúnan entre sí la claridad del cielo, la bien medida variedad de la tierra y el concordante esfuerzo transformador y perfectivo –a la postre, artístico- de la mente, el ojo y la mano del hombre?”

En una época en que el turismo ya había empezado a asomar su faz poliédrica se posan después sus ojos en el mar latino, esa autopista bruñida de la Antigüedad que a quienes vivimos junto al Cantábrico nos deslumbra con su festival de luz. El Mediterráneo eterno, evocador de los días del clasicismo grecorromano, en el que agua, cielo y tierra componen un escenario curtido de mil batallas y afanes: “Y si tenemos la suerte de salir al mar, franqueando las Gavarras, por un rincón de la costa que no esté siendo variopinto y gritador hormiguero humano, ¿no es cierto que entonces descubrimos el cabrilleo del agua mediterránea –aquel tremolar della marina que desde el alto Ebro esperábamos- en uno de los más bellos lugares del mar de Ulises, Roger de Lauria y don Álvaro de Bazán?”

Vayamos al hombre que habita esta privilegiada tierra. Y sigue preguntándose: ¿En qué medida han contribuido a determinar la índole de ese ser la primitiva etnia de Cataluña, su ulterior romanización y visigotización y, más tarde, ya en los siglos XVI y XVII, la fuerte inmigración de gentes del Languedoc, los gabatxos, hacia las tierras y las costas catalanas? ¿En qué consiste eso de “ser catalán”. Hay una verdad, una realidad que se evidencia en este triángulo o “riñón” del noreste de España. La que le hace afirmar a este “homo humanus” que nos dejó desde la atalaya de sus 93 años que existe un modo específico de ser hombre. Efectivamente, “el modo catalán”. No es ninguna entelequia. Es el particular precipitado que han dejado los siglos sobre esta tierra, algo que “ha ido surgiendo, desde el Alto Medioevo, sobre el suelo de Iberia”.

Enunciada la existencia del modo catalán de ser, se pregunta por sus rasgos caracteriales. Quiere mostrar cómo han sido sentidos desde dentro y desde fuera. Para lo primero, se basa en tres autoanálisis de la vida catalana que tiene a la vista: el de Ferrater Mora, el de Pérez Ballestar y el de Vicens Vives. Destacaremos solamente la coincidencia de los tres en un punto: el seny. Para Ferrater Mora es el buen sentido. En Pérez Ballestar es “el senyla capacidad de hacerse cargo de las realidades concretas y de actuar eficazmente con ellas”. Vicens llega más lejos y hace pivotar toda la vida catalana sobre esta seña de identidad, un hábito psicológico y social que entraña “la reducción de las realidades de la vida a nuestros intereses inmediatos, medir a palmos la tierra antes de pisarla”. A lo que añade el aragonés que la expresión No t´hi emboliquiscompendia para el historiador de Cataluña el significado del seny, entendiéndola en su doble sentido castellano de “No te enredes” y “No te comprometas”.

Visto desde fuera anota Laín como vectores del modo de ser catalán “una instalación amorosa en la realidad concreta del mundo sensible” (acude al Cant espiritual de Maragall), y en directa relación con ella “la atribución de un valor en sí y por sí misma a la vida del hombre en el mundo”. Además, la ironía, que es en el caso catalán “atenimiento del hombre a su propio límite y al límite con que en su realidad concreta se le presentan las cosas”. Aquí cuenta el pensador de Urrea de Gaén una anécdota. La de un modesto merendero en la carretera de Barcelona a Francia, con este cartel a la puerta: “On parle français. Pero no gaire. Escueto mensaje que convierte, a la luz de sus finas dotes de espeleólogo del alma humana, en una declaración de catalanidad: “Tenaz esfuerzo laborioso, afán de lucro, clara conciencia del propio límite, lúcida ironía acerca de éste. En su propia lengua, el dueño del merendero venía a decir a sus posibles clientes no catalanes: Soy catalán”.

NOTA.- “Pero no gaire” significa “pero no mucho”.

 

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