Políticos informes

Nuestra política y comportamiento de los políticos han cambiado rotundamente en estos últimos años

Con el tiempo, a toda opulencia deviene una decadencia. No solo sobre los propios individuos, sino que queda evidenciado en numerosos países, y aun en los grandes imperios. Nuestra política y comportamiento de los políticos han cambiado rotundamente en estos últimos años, tanto en la adecuación y respeto de las formas como en la dialéctica y la oratoria, empero no en palabrería. En decadencia estamos.

Obviemos la dialéctica y la oratoria para mejor ocasión y centrémonos en la adecuación a las formas correctas -y no me vengan con inquisiciones seudofilosóficas sobre qué es o no lo correcto- y en el respeto al protocolo en las instituciones, que en buena parte, y en un santiamén, se han ido al traste de nuestras tradiciones, no diferentes y aún vigentes en casi todos países demócratas de mayor o menor nivel educativo que el nuestro. Principiemos por la vestimenta, sin la menor añoranza de la levita y la chistera de hace muchos años, pero sí de la actual de España durante lustros, que simboliza el respeto y el protocolo seguidos hasta hace bien poco por todo el personal político en actos oficiales y de mayor altura o rango, algo hasta entonces incuestionable.

En la Transición, esta moda informal de los políticos empezó a cronificarse desde los amagos de la izquierda por medio del descorbatado en ciertos actos públicos, como si la corbata fuera algo vergonzante -muchos recordarán aún aquellos histriónicos gritos de ¡fuera corbata!-, aunque en los actos institucionales o de protocolo sí la empleaban. No defiendo que la corbata sea algo muy importante e imprescindible, pero sí es complemento en la vestimenta de rigor del hombre, como lo es en el chaqué y el frac o la pajarita en el esmoquin.

Moda informal que, sobre todo en los varones, comenzó a desproporcionarse con el advenimiento del populismo, gracias a la anuencia de buenistas y entusiastas de lo políticamente correcto, que tengo para mí mucho más definitorio lo correctamente político, de distinta vara de medir. No cuestiono los cambios de moda, al contrario si favorece o es para mejor, pero sí la chabacanería y la nula consideración de algunos políticos con aquellos a los que representan.

Un político cuando resulta elegido, lo es porque han confiado en él, certera o equivocadamente, quienes le dieron su voto, y a ellos encarna y en su nombre hablará, si es honrado, y por ello les debe consideración y respeto. Pero desde el instante en que toma posesión de su cargo, se la debe por igual a todos los ciudadanos, pues en ambas Cámaras está representada su totalidad, que no en vano se le concede el honor de intitularlo representante del pueblo. De idéntico modo que el presidente del Gobierno y sus ministros lo son de toda la Nación, con independencia de ideologías y partidismos, de reticencias y de filias y fobias, a las que tan proclives somos. Mas estos gobernantes deben ser aún mayores deudores de respeto y miramiento, pues deben actuar para todos los españoles sin distinción ni tendencias partidistas desde el instante en que juran o prometen su cargo en acto solemne ante el Jefe del Estado. Solemnidad que últimamente vemos no por todos considerada, incluso una parte la pervierte con sus astracanadas y torticeras fórmulas de juramento, como tampoco se observa la debida etiqueta y forma de saludo al Rey,  no ya solo de descortesía sino aun con cierta altanería, sea monárquica o republicana la ideología del juramentado, que ambas requieren idéntica circunspección y respetabilidad, aparte lo constitucionalmente está establecido.

Ver en nuestro Congreso a un diputado de cualquier guisa, verbigracia, no ha muchas legislaturas, con una camiseta decorada con un pasquín reivindicativo, no solo produce risa, sino sonrojo, y como ciudadano no puedo sentirme representado por un individuo de semejante calaña, ya que dudo de que vaya a defender mis intereses quien empieza por insultarme con su provocación desmesurada. Siento envidia de Cámaras de otros países en las que, sin excepciones ni distinción de sexo, todos los representantes del pueblo visten con la mayor corrección y estilo formal, en contraste con las nuestras, en las que el populachismo pone la guinda al pastel de la descortesía. Cómo puedo, ajeno a la involución y a lo carca, sentirme satisfecho cuando veo a un vicepresidente de mi país, por enésimo que sea, en vaqueros y descorbatado en actos oficiales, en el Congreso y ante el Jefe del Estado. Qué perplejidad me procura su vista entre personas, de menor representatividad, vestidas impecablemente como muestra de pleitesía.

En fin, parafraseando a Julio César, “No solo hay que ser sino parecer”. Y lo no muy comprensible, que cada vez se van sumando a estas modas muchos políticos de otros partidos más conservadores por su complejo de inferioridad, que conlleva la imitación simiesca y su amilanada indefensión. Sirva de ejemplo su última monería, aplaudir en respuesta a sus aplaudidores, como hacen ya todos sus enemigos, más que adversarios, y que siempre me traen el recuerdo de una filmación en la que Stalin hacía lo propio, a saber si como auto aplauso. Nada es nuevo, salvo la desmedida permisividad de nuestras instituciones, digna de ser mejorada.

 

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