La soledad de las víctimas

En el Día Internacional de los Derechos Humanos una sala de la Audiencia Nacional casi vacía. Se juzga a dos asesinos de ETA por otro asesinato: el de José  Ignacio Iruretagoyena, concejal del Partido Popular en el ayuntamiento de Zarautz, asesinado el 9 de enero de 1998. Nos encontramos de pie, esperando que el tribunal y las partes tomen asiento. Una viuda tensa y cansada junto a familiares, amigos y compañeros municipales de la víctima. Dos asistentes sociales del Ministerio del Interior y cuatro representantes de asociaciones de víctimas. Más periodistas que acompañantes. Nadie más. Llegan los asesinos tranquilos y relajados. Él con pantalones vaqueros Lewis, ella como de peluquería. Se sientan y cuchichean animadamente con sonrisitas y miradas cómplices. El presidente del Tribunal decide separarlos para mantener el decoro y el respeto al Tribunal y a las víctimas. Se suceden los testimonios de la  fiscalía y la acusación  particular. Funcionarios que describen las declaraciones coincidentes de los etarras que responsabilizaron a los asesinos del crimen que se juzga. Los detalles de alguna declaración son estremecedores: la frialdad de la realización del atentado, el relato de los últimos momentos de la víctima. Aparecen tres etarras para ratificar sus declaraciones, se saludan con su compis de la muerte muy alegres y emotivos. Todos niegan lo que exhaustiva y coincidentemente declararon: Que en mitad de un cursillo de explosivos que se realizaba en Francia en 1998 los acusados se ausentaron para realizar la “ekintza”, así como unas prácticas de un master.   

Testifican los familiares. No ven a los acusados, ni quieren ni pueden. Relatan en sede judicial la verdad de las víctimas. La verdad de su soledad, de su impotencia, de su incomprensión, de su falta de fuerza para poder vivir con mucha dignidad pero en medio de una sociedad indigna. De su miedo atroz que aún persiste a nuevos atentados, a nuevas amenazas. Relatan que después del asesinato recibieron llamadas de insulto hacia la víctima, que estuvieron a punto de perder la vida junto a los compañeros de José Ignacio por la colocación de una bomba en el cementerio dónde se le realizaba un acto de homenaje. La viuda relata su decisión de no contar a sus hijos cómo había muerto su padre, su falta de fuerzas por la complicación de una grave enfermedad que los médicos relacionan con las consecuencias del atentado que costó la vida a su marido. El silencio se corta con cuchillo. El Presidente del Tribunal mira a la viuda con estupor. En el día del aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, mientras el Parlamento Vasco no se pone de acuerdo para declarar que ETA vulnera los derechos humanos. 

 

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