Valenzuela: centenario de una muerte legionaria

Descripción de Valenzuela por el Coronel D. Juan Mateo y Pérez de Alejo, sexto Jefe de la Legión, en "La Legión que vive. Episodios de la Legión” (1932)

“Valenzuela se volcaba al hablar de ideales nobles y generosos. Cuando se dirigía a sus hombres, tremulaba la voz, distendía el gesto, temblaban sus puños y asomaban las lágrimas a sus ojos de mirar recto y leal. En el campo de batalla, en operaciones, al crepitar la fusilería de la horda rebelde, su esbelta y vigorosa figura se agigantaba y el legionario que era se crecía guiado y transformado en todo su ser."

Hoy, justo cien años después del adiós del teniente coronel D. Rafael Valenzuela y Urzaiz, toca hablar de valor y valores. La efeméride legionaria de este día bien lo merece por todo lo trágicamente acontecido a aquel funesto convoy a Tizzi-Assa en el que centenares de los nuestros perdieron la vida en demanda del honor de aquel momento, de aquellos tiempos. Si a ello le unimos la bravura empleada en aquella arriesgada acción, estamos ante uno de los más heroicos episodios del libro de oro de la Legión.

Así, el escritor y periodista cordobés Blanco-Belmonte escribía un poema, "Y hablaron los muertos", dedicado a aquel fatídico día en el que, por primera vez, un Jefe de la Legión caía en combate. La descripción de sus versos y el relato de sus estrofas servirían para que aquella acción quedase retratada entre tantas y tan épicas hazañas del Tercio de Extranjeros en sus primeras andanzas por tierras norteafricanas.

Contadnos bien hermanos;

somos los cuatrocientos de la Legión

que, al vencer en los campos africanos, 

murieron defendiendo un corazón.

En la lucha de moros y cristianos

 

cayeron cuatrocientos de la Legión.

En el centenario de su muerte en Tizzi-Assa, aquella gallarda muestra de valor cobra mayor relevancia, si cabe, al observar el reflejo de una sociedad civil actual carente de las virtudes y valores que, casi tres años atrás, el general Millán-Astray había sido capaz de inculcar en los primeros caballeros legionarios a través de un código de guerreros, el otorgado por el dictado de los espíritus del Credo Legionario y grabado a sangre y fuego en el candente corazón de aquellos primeros aventureros llegados al Cuartel del Rey en Ceuta.

En este día tan señalado, digno de encabezar las gestas de la Legión en el Protectorado Español de Marruecos a lo largo de aquel convulso primer cuarto del siglo XX, también quieren hablar los muertos.

Indudablemente, derecho adquirieron, ejemplos dieron, méritos hicieron, sangre derramaron por aquella España unida que, ahora, tristemente camina en un desolador presente desgarrado por intereses de diversa índole y contrarios al compromiso, al sentido común, a la unidad de un Estado que, paradójicamente, hoy se atreve a ensalzar y dar prebendas al villano mientras castiga a aquellos héroes con la amarga hiel del olvido.

De valores, ni hablamos; como del ejercicio práctico de virtudes cardinales, exiliadas como consecuencia del frenesí de nuestra actualidad, su relativismo y la exigencia de la inmediatez en una cotidianidad huérfana de paradigmas de paciencia y fortaleza.

Y este es el motivo por el que la hazaña de Valenzuela, el valor de su gesto de vanguardia y la acometividad de su empresa han de prologar cualquier nota, libro, referencia o episodio de la mayúscula Historia de España ante la flagrante decadencia cultural de estos lares patrios.

Aturdidos, sumisos y somnolientos, hoy deambulamos en temas en los que aquel acto de arrojo, valentía y templanza del Jefe del Tercio debería abrir el primer capítulo de los manuales de los diferentes Ejércitos de nuestra Nación para subrayar el compromiso con la Patria que nos vio nacer. Es una cuestión de lealtad y, como decía el escritor y periodista D. José Ortega Munilla, "la lealtad es el camino más corto entre dos corazones". En los tiempos que corren, no es baladí, sino vital y primordial. Hoy es tarde, mañana será irremediable.

Contad nuestras heridas,

contad los enemigos que aquí están

y que nunca del polvo se alzarán;

sumad nuestras heridas,

cada una de ellas vale por tres vidas

de rifeños que ya no lucharán.

Seguramente, esta segunda estrofa del poema reseñado podría haber sido parte del discurso del bravo y valeroso Valenzuela durante la arenga del día previo, el 4 de junio de 1923, en el campamento de Tafersit ante los legionarios de las I, II y IV Banderas del Tercio que mandaba. En las distantes montañas, aquellas referidas por el poeta Luys Santa Marina respecto a la indicación del albo guantelete de Millán-Astray, aquellas en las que estaban depositadas las estrellas de la Legión, aquellas con las que se podía llegar a la oficialidad legionaria tras derrotar al enemigo.

Por otro lado, tampoco faltó en su alocución la advertencia sobre las dificultades que los harqueños estaban haciendo pasar a los nuestros en el sector de Tizzi-Assa o el recordatorio del continuo hostigamiento de un enemigo cada vez más numeroso y hostil contra las posiciones de nuestros compatriotas. Penuria, incertidumbre, riesgo y temor iban de la mano en ese constante asedio que complicaba las posibilidades de salir airoso de aquel infierno cuya defensa se había tornado casi imposible tras los acontecimientos de la última semana.

Desde el 28 de mayo, el enemigo se había hecho mucho más fuerte, había consolidado su presencia y amenaza tras reforzar el perímetro con casi dos mil hombres envalentonados que impedían el aprovisionamiento de los allí presentes al mismo tiempo que disfrutaban de los primeros aquelarres de derramamiento de sangre hispana. Las bajas, pues, empezaban a contarse diariamente por decenas y escapar de allí era el quimérico deseo del imaginario de los que seguían resistiendo. La supervivencia mandaba y regía las decisiones de todo aquel que quería seguir manteniendo el tipo antes de que la gumía o cualquier "pacazo" precipitaran el adiós del mundo terrenal.  

Pero ahí estaba el Tercio, aquellos bregados y curtidos hombres, abriendo paso a los convoyes para aprovisionar al fuerte de Tizzi-Assa y al blocao Benítez a punta de bayoneta ante la tremenda presión de la cabila de los Beni-Urriaguel, a la que pertenecía la familia Al-Jatabi, a su vez clan de Abd-el-Krim. Allí y entonces, la lapidaria frase del Jefe de la Legión alcanzaría su sempiterna resonancia: “¡Legionarios, mañana entrará el convoy en Tizzi-Assa o moriremos todos porque nuestra raza no ha muerto aún!”.

Así gritó Valenzuela ante los vítores de las diversas compañías que configuraban las tres Banderas repletas de enfervorizados legionarios dispuestos a demostrar, como reza nuestro último espíritu del Credo Legionario, qué pueblo es el más valiente.

Sin duda alguna, era una dura prueba de fuego por la situación de riesgo debido a la enorme superioridad numérica de un adversario sediento de sangre. Por otra parte, la tropa no había dispuesto de mucho tiempo para conocer a su nuevo adalid después de sustituir en el mando al fundador, Millán-Astray, en diciembre de 1922.

Sin embargo, en esos escasos cinco meses, Valenzuela se había convertido en  ejemplo a imitar, en figura paternal por el condescendiente trato dispensado a sus nobles guerreros: "Eran como mis hijos y me venía a la cabeza la imagen del comandante Fontanes, también caído en combate en Anwar quince meses antes, cuando mandaba su II Bandera". Tampoco, le habían faltado rectitud y disciplina como dejó plasmado de manera temporal en el contenido del redentor espíritu del "pelotón de castigo".

Mística, valor y eficacia iban a ser las señas de identidad del Tercio, la genuina esencia de sus tres primeros Jefes Legionarios. Y, entre el predecesor y su relevo, Valenzuela se había convertido en el segundo Jefe de la Legión en plena guerra española en el norte de África.

Tenía una difícil papeleta por delante: "¡Ser el relevo de Millán-Astray!", pero sus consejos, su impronta, su carácter y, sobre todo, el cumplimiento del credo facilitarían la labor. Sólo había de cumplir los espíritus al pie de la letra para que el funcionamiento del Tercio fuese perfecto, al ritmo marcado por el ardor guerrero de sus hombres y la firme voluntad de aquellas fraternas almas.

Por otro lado, tenía un temor interno: no estar a la altura de las órdenes de los superiores y, por ende, no corresponder a la Patria y sus legionarios. Ahí estaba el reto; recuperar el territorio, esos miles de kilómetros cuadrados perdidos en el nefasto verano de 1921, y el prestigio español tras el desastre de Annual. Era cuestión de honor, de honrar la memoria de miles de compatriotas que, en la mayoría de las ocasiones, habían sido vilmente asesinados, mutilados y vejados por un cruel enemigo.

Días antes de esa arenga, de ese presagio que se haría realidad, Valenzuela había ido a Madrid para reunirse con Su Majestad el Rey D. Alfonso XIII. En la capital, ambos  departieron y trataron aspectos del Tercio, de la situación del Protectorado, de la evolución de las operaciones, del adiós de Millán-Astray y del tributo que España iba a rendir a la Legión con la entrega de una nueva enseña.

Sin embargo, su cabeza estaba en Tizzi-Assa ante las noticias que llegaban de la tragedia que se cernía sobre el fuerte y la continua hostilidad hacia los convoyes. Esa precipitada ansiedad le iba a llevar a la última formación en una tarde del 4 de junio en la que, agotado por el trasiego del regreso, pudo vislumbrar rostros emocionados en una tropa también ansiosa antes de que las últimas luces del día trajeran el reparador y merecido descanso.

Casi en secreto de confesión, con la discreción y prudencia del título de caballero de la Orden de Santiago que ostentaba, Valenzuela había recibido testimonios de la mayoría de sus legionarios. Se los había ganado y, como cualquier buen padre, siempre había intentado ver en ellos esos destellos de bondad y gratitud que la maldad o la rebeldía habían logrado ocultar en turbios pasados. Reconocía haberse convertido en una especie de sombra paternal, en un referente de ánimo esforzado y corazón generoso, en un ejemplo a imitar para sus hombres.

La noche había sido corta; el descanso, también. El Tercio y Regulares, juntos en la columna del coronel Fernández Pérez, habían realizado los primeros movimientos de aproximación aprovechando la ausencia de luz para alcanzar la ubicación señalada y esperar en orden de combate. Todos eran conocedores del gran contingente de harqueños que, en unos días, habían construido innumerables trincheras, parapetos y cuevas en las barrancadas para dificultar y atacar el paso de los convoyes desde una posición franca.

Las tres Banderas iniciaron sus operaciones. La luz de aquel día se resistía a salir y, junto a Regulares, partía el último convoy hacia los objetivos señalados: Peña Tahuarda, Benítez, Buhafora, Tizzi-Assa y Arroyo Turhani. Según avanzaban, el fuego enemigo crecía en intensidad, con una gran resistencia y mayor presencia de focos insurgentes con pozos de tiradores cuyos disparos no permitían tregua alguna.

Como era de esperar, se produjeron las primeras bajas. En ese momento, cada legionario se vio abrumado por una intensa lluvia de lejanos recuerdos, de fantasmas del pasado. Eran sus hermanos caídos en Annual, Monte Arruit, Dar Drius, la meseta de Arkab...

Entonces, el caos y la confusión se apoderaron de la columna. Las órdenes del coronel parecían no llegar a todos los integrantes del avance y los soldados de  Regulares, al no oír el cornetín de toque de paso de ataque general, decidieron parar. Detenidas las Banderas legionarias en ese instante, el cornetín de Valenzuela ordenaba "paso de ataque para La Legión" a lo que la II Bandera respondía con la bayoneta calada en su carrera ladera abajo. El Jefe, junto a su escolta personal, imitaba el movimiento de los suyos secundado por el resto de "legías" con la victoria como único y exclusivo objetivo.

A lo lejos, en el barranco, el bullicio comenzó a llenarse de gritos, alaridos, disparos y sangre que enrojeció una tierra a la espera de los primeros rayos de sol de ese nuevo amanecer, el último para Valenzuela y oficiales como Casaux, Sendra o Sanz Perea, todos de camino al definitivo enlace con su novia, la Muerte.

El decidido avance del jefe con su pistola en la mano derecha y el chapiri en la izquierda no evitó que, a pesar de los cientos de rebeldes que huían despavoridos, una bala llegase a su pecho cuando el teniente Federico de la Cruz subía hasta una loma, la de las Piedras. Desde aquella privilegiada posición, un nuevo proyectil hizo blanco en la cabeza de Valenzuela que, alrededor de las nueve de la mañana, caía al suelo recordando la confesión de la tarde anterior al llegar a Tafersit.

Emboscados hirieron al valiente

mataron malamente

al adalid de invicto corazón...

Y al buscar su cadáver como presea

rompióse el enemigo en la pelea

contra los cuatrocientos de la Legión.

En Melilla fueron enterrados sus oficiales y Valenzuela, desde el V Tercio, no paraba de elogiar lo que veía: ¡Qué despedida la del pueblo de Melilla! ¡Qué grandes muestras de españolidad! ¡Qué enorme tributo a los  caídos, a mis oficiales y legionarios heridos!

Desde el Cielo veía la comitiva con otros oficiales: Casado, Díaz Criado, Tenorio, Esteban, Ortiz de Zárate, su capitán ayudante, y decenas de hombres que recordaba del combate. Todo el pueblo melillense estaba volcado en las calles, la Cámara Agrícola, la Cámara de Comercio; todos con la Legión, todos con España en una soberbia demostración de amor por el Tercio.

Desde las alturas, era su último paseo por Melilla, una visión celestial camino del puerto hacia el cañonero "Bonifaz" antes de poner rumbo final con destino a su Zaragoza natal, donde, desde entonces, reposa junto a la Virgen del Pilar.

¡Nuestra raza no ha muerto aún!

Telegrama del capitán Ortiz de Zárate, también herido en Tizzi-Assa, a Millán-Astray (5 de junio de 1923):

“Alcanzó heroica y gloriosa muerte en el sangriento combate de hoy, el teniente coronel Valenzuela. Al lanzarse al asalto el primero, al grito de "Viva la Legión", recibió un balazo en el pecho y otro en la cabeza. Ha muerto, pero vivirá eternamente en el corazón de todos los legionarios.  ¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Viva La Legión!”

Telegrama de respuesta de la madre del teniente coronel Valenzuela a la presidenta de la Cruz Roja de Melilla (6 de junio de 1923):

“Madre Jefe Tercio ruega cubran de flores a su heroico hijo. Joaquina Urzaiz.”

Telegrama de la presidenta de la Cruz Roja a Dña. Joaquina Urzaiz (7 de junio de 1923):

“Cumpliendo su honroso y triste encargo, una comisión de esta Junta de Señoras de la Cruz Roja ha depositado hoy sobre el cadáver de su heroico hijo unas flores, testimoniando así el pesar que, como españolas, sufrimos por la pérdida del que tan alto supo ponerle nombre de nuestra Patria.”

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