Vidal Pons: el santito legionario

Tributo a los héroes en el camino hacia un V Tercio donde se respira la sangre y el sudor heredados de aquel primigenio Tercio de Extranjeros creado por el Gral. Millán-Astray en 1920

Vidal Pons.
Vidal Pons.

«Siempre oculto, no se le veía más que en la columna, a la hora de la marcha, y en la guerrilla, a la hora del combate, y en él cayó con la imagen del Cristo en la mano, con la pureza virginal en el alma y con el heroísmo en el corazón». Este es el retrato del padre Vidal, el «Santito» de los legionarios.

De esta manera, el entonces teniente coronel Millán-Astray le dedicaba unas líneas en su libro «La Legión» al heroico soldado presbítero y capellán Antonio Vidal Pons. Era la despedida, el póstumo homenaje al que, durante tantos meses, había servido espiritualmente como enfermero, acompañante y asistente de todo aquel legionario que precisara de su ministerio en la II Bandera del Tercio de Extranjeros al mando del comandante Rodríguez Fontanes.

Años atrás, durante su adolescencia, Vidal había gozado de una educación estrictamente religiosa, ingresando en el Noviciado de las Escuelas Pías con sólo catorce años. Una vez ordenado sacerdote, pasó a dedicar su vida a la educación de los niños con celo apostólico en un colegio de Jaén.

No contento con su labor como profesor, en 1921, decidió poner tierra de por medio alistándose como voluntario en el regimiento Galicia y partir hacía Melilla con la ferviente intención de servir a la Patria. Allí, el padre Vidal, sin dudarlo dos veces, dio un paso al frente como capellán de la II Bandera legionaria, asistiendo incondicionalmente a sus «legías» en todos los combates que se iban a suceder desde octubre de 1921 hasta el fatídico día de su muerte.

El 18 de marzo de 1922, se iniciaba el Combate de Amvar -acción emprendida en la Meseta de Arkab-, donde el páter Vidal Pons se encontraba en primera línea de combate mientras atendía a varios legionarios heridos de consideración. Sin embargo, la afilada guadaña de la Muerte comenzó su particular coqueteo con el religioso para, poco después, llevarle al más trágico de los desenlaces.

El capellán, desafiando su propio destino, cayó al suelo tras recibir un disparo en plena batalla cuando ejercía el santo ministerio con sus queridos legionarios. A los veintiséis años de edad. su misión terrenal había terminado por orden del Todopoderoso.

El páter ya no respondía a las desesperadas llamadas de quienes, con angustia y desconsuelo, intentaban reanimarle. Su rostro pareció esbozar una leve sonrisa que, segundos más tarde, se desdibujó lentamente transformándose en un frío y pálido semblante.

Ese fue el combate final en el que expiró su último aliento de vida y, como ocurriría con el comandante Carlos Rodríguez Fontanes, un eterno silencio llenó las voces y corazones de los allí presentes ante una tentadora dama vestida de blanco que, tras fundirse en un abrazo con el capellán, emprendió el viaje hacia donde, con honor y dignidad, habitan los que les habían precedido en el camino de la gloria.

 

Roto, descalzo, dócil a la suerte,

 

cuerpo cenceño y ágil, tez morena,

a la espalda el morral, camina y llena

el certero fusil su mano fuerte.

 

Sin pan, sin techo,

en su mirar se advierte

vívida luz que el ánimo serena,

la limpia claridad de un alma buena

y el augusto reflejo de la muerte.

 

No hay su duro pie risco vedado;

sueño no ha menester,

treguas no quiere;

donde le llevan va; jamás cansado

ni el bien le asombra ni el desdén le hiere: sumiso, valeroso, resignado

obedece, pela, triunfa y muere.

 

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