El nuevo gobierno de Francia, todo un paradigma político

Del ejecutivo francés constituido tras la victoria de François Hollande en las elecciones presidenciales se han destacado enseguida dos puntos.

Del ejecutivo francés constituido tras la victoria de François Hollande en las elecciones presidenciales se han destacado enseguida dos puntos: uno, la paridad, es decir, igual número de varones que de mujeres, según había prometido durante la campaña; otro, la necesidad de confirmación en las urnas, pues dejarán el puesto los ministros que no consigan acta para la Asamblea en las elecciones parlamentarias de junio.

En cambio, se pasa de largo sobre la amplitud del número total de los miembros del ejecutivo, bajo la dirección de Jean-Marc Ayrault, hombre fiel de Hollande, que dirigía en los últimos tiempos el grupo socialista de la Asamblea Nacional. El gabinete cuenta nada menos que con 34 personas, aunque forzoso es reconocer que la fórmula francesa de los “ministros delegados” implica como dos categorías distintas de carteras.

No faltan los puestos clásicos, que enlazan con el antiguo régimen, presentes con nombres parecidos en casi todos los gobiernos occidentales. En el caso de Francia, no hay vicepresidentes del gobierno: es lógico, al tratarse desde la V República del general De Gaulle de un sistema presidencialista, caracterizado por la primacía del Jefe del Estado, que, en cierto modo, tiene como “vice” al primer ministro. En todo caso, el número dos es el encargado de Exteriores, un peso pesado como Laurent Fabius, que fue número uno en una etapa precedente.

Otros departamentos clásicos son los de interior, Manuel Valls; asuntos sociales y sanidad, Marisol Touraine; economía, hacienda y comercio exterior,

Pierre Moscovici; justicia (con su clásico y encantador nombre de “Garde des Sceaux”), Christine Taubira; educación nacional, Vincent Peillon: agricultura, Stéphane Le Foll; defensa, Jean-Yves Le Drian; trabajo, empleo y diálogo social, Michel Sapin. Más o menos a ese nivel de habitualidad, se podrían considerar los ministerios de enseñanza superior e investigación, Geneviève Fioraso, y cultura y comunicación, Aurélie Filippetti. También, en el caso, de Francia, el ministerio de ultramar, Victorin Lurel.

A partir de ahí, a mi entender, comienzan las carteras con un contenido más bien variable, en función de intereses que depende de modas o reflejan objetivos políticos concretos, como ecología, Nicole Bricq; igualdad de los territorios y vivienda, Cécile Duflot; reforma del Estado, descentralización y función pública, Marylise Lebranchu; recuperación de la producción, Arnaud Montebourg; derechos de las mujeres, Najat Vallaud-Belkacem; deporte, Valérie Fourneyron.

Esa orientación se agudiza en los ministros delegados, equivalentes como mucho a nuestros secretarios de estado. Denotan aspectos de menor cuantía o claramente intervencionistas: las relaciones con el parlamento, Alain Vidalies; la ciudad, François Lamy; el éxito educativo, George Pau-Langevin; el presupuesto, Jérôme Cahuzac; la economía social y solidaria, Benoît Hamon; la ministra delegada de justicia, Delphine Batho; los asuntos europeos, Bernard Cazeneuve; las personas mayores y dependientes, Michèle Delaunay; la familia, Dominique Bertinotti; los “handicapés”, Marie-Arlette Carlotti; el desarrollo, Pascal Canfin; el turismo y la artesanía, Sylvia Pinel; los transportes y economía marítimos, Frédéric Cuviller; los franceses en el extranjero, Yamina Benguigui; los antiguos combatientes, Kader Arif; en fin, pymes, innovación y economía digital, Fleur Pellerin.

La lectura de esta relación me parece expresiva de las tendencias que François Hollande considera necesario imprimir en Francia en el actual momento europeo, con no exiguo voluntarismo. Iremos viendo cómo se desarrollan los acontecimientos, dentro de los cauces exigentes que marca la UE.

Desde luego, sigo sin encontrar ideas innovadoras y sólidas para la necesaria reorientación de la socialdemocracia en tiempos de crisis, más allá de respuestas a los problemas que van dejando en la orilla los movimientos enérgicos y cambiantes de los “mercados” (es decir, del gran capital). Temo mucho que el socialismo francés no aporte nuevos planteamientos, sino que más bien contribuya a la consolidación de un modelo agotado, cada vez menos social y más individualista, vinculado –más en las palabras que en los hechos‑ a la igualdad y las libertades básicas. Pero, en fin, hay que dar tiempo al tiempo.

 

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