AHORA: la vida del hombre más inteligente de la historia que no sabía amar: William James Sidis

Hablaba cerca de 40 idiomas y completó 7 carreras universitarias.Tenía 300 de coeficiente intelectual. En el amor, era un completo ignorante

William James Sidis
William James Sidis

“Quiero vivir una vida perfecta”, dijo, alguna vez, William James Sidis. “La única manera de lograrlo es a través del aislamiento, de la soledad. Siempre he odiado a las multitudes.”

El, más que nadie, podía darse el lujo de decir algo así. Era inimitable, y ese don le servía para flagelarse a sí mismo todo el tiempo.

William James Sidis tenía 300., mientras que el coeficiente de una persona adulta con una inteligencia media es de 90 a 110. Una persona por encima de la media mide de 111 a 120. Una persona dotada (el 6 por ciento de la población mundial) oscila entre 121 y 130.

Tenía un año y seis meses cuando, de golpe, sin previo aviso, le pidió a su madre que le prestara una hoja de The New York Times y se puso a leerla, en voz alta.

Los padres de Boris, elaboraron un proyecto un poco demencial: el de tener un hijo y estimularlo convenientemente para que fuera un pequeño genio. No los movía, quiero imaginar, otro deseo que el darle a su hijo posibilidades infinitas. También el de poner en práctica ciertas teorías pedagógicas que Boris había desarrollado en esos años.

El pequeño William aprobó el tercer curso de primaria en tres días. Escribió cuatro libros (dos de anatomía y dos de astronomía) entre los 4 y los 8 años. A esa edad hablaba ocho idiomas, los que le habían enseñado y los que lo rodeaban en la entonces comunidad rusa en Nueva York: el latín, el griego, el francés, el ruso, alemán, el hebreo, el turco y el armenio, además del inglés.

Antes de cumplir los 8 años, fue aceptado en el MIT, a los 11 entró en la Universidad de Harvard, y era experto en matemáticas aplicadas. A los 16 se graduó en Medicina.

William empezaba a sentir los efectos de la soledad. A pesar de ser un intelectual ambicioso, la comunidad científica le daba la espalda. Encima había heredado las tendencias de izquierda de su padre, lo que no le hacía la vida más fácil: en una de sus múltiples entrevistas se declaró ateo y socialista, y se negó a alistarse para la Segunda Guerra Mundial. Otra vez fue arrestado, por celebrar el Primero de Mayo junto a unos obreros.

Empezó a sentir los síntomas de la enfermedad que lo llevaría a la muerte, especialmente las migrañas que lo atacaban casi todos los días.

 

Vivía, entonces, encerrado en un pequeño y bastante sucio departamento de Boston, saliendo solo para visitar a sus padres de vez en cuando o participar en alguna actividad política.

Conoció a una mujer, Foley era una activista irlandesa. Le llamó la atención, en cambio, el aire de soledad que el joven arrastraba por todas partes como un lastre. Se acercó, entonces, y habló con él, pero Sidis era tan tímido, sobre todo en presencia de una mujer, que apenas pronunció palabra. Foley representaba para él la vida, desnuda y cruda, que le había sido negada en su infancia: de ahí el miedo.

Sus padres le recomendaron abandoner esa relación y él nunca más volvió a ver a Foley, la que fuera la mujer de su vida

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