Más allá del Tiber

Una antigua leyenda cuenta las andanzas de un franciscano itinerante, que iba y venía por los pueblos de Italia anunciando el Evangelio, allá por el siglo XIV. 

 

De tiempo en tiempo  asentaba sus reales en Roma durante varios días. Al cabo de los cuales proseguía  su caminar, predicando y pidiendo limosna. Durante su estancia en la Ciudad Eterna, su cabeza se convertía en una cámara de tortura: dolores y más dolores a los que el buen y manso fraile franciscano no conseguía poner remedio, tampoco con sus mejores oraciones.

Llegaba el día de la partida, y con dificultades comenzaba su caminar hacia Asis, Florencia. A medida que se avecinaba a los primeros promontorios que cercan Roma, sus dolores de cabeza comenzaban a ser más ligeros; y apenas llegaba a un lugar desde el que ya no podía divisar Roma, sus dolores se desvanecían.

No soy este fraile franciscano, pero comprendo sus quebraderos de cabeza, y como yo, los seguirán comprendiendo muchos creyentes  de la divinidad de Cristo y de su Iglesia, a lo largo de lo siglos. Es ley de vida, y es natural que sea así.

Confieso que no me duele la cabeza mirando a Roma, contemplando la Cúpula de San Pedro, gozando del conjunto de la Ciudad Eterna desde la altura del Gianicolo; y he de confesar, a la vez, que es un motivo de acción de gracias el poder lanzar la mirada más allá del Tiber, y descubrir la acción del amor de Cristo en cualquier rincón del mundo.

Hoy la mirada se va a Corea y a Rusia. Otro día irá a China “Id y predicad a todas las gentes”. Desde los primeros mártires coreanos del siglo XIX, los católicos en Corea no han dejado de ir creciendo paso a paso; En 1949 eran apenas el 1 por ciento. Hoy están en torno al 10 por ciento; y los 81 sacerdotes de entonces, se han convertidos en 4.600. Un verdadero derroche de gracia de Dios. Los católicos coreanos han sido, y siguen siendo, verdadero proselitistas, en el sentido más precioso de la palabra, porque transmiten la Verdad de Cristo con su vida y con su palabra, y hoy ven gozosos toda la nación sembrada de iglesias, de ermitas, de altares.

Después de Corea, Rusia. Las  deportaciones de minorías católicas europeas a zonas de la antigua URSS en tiempos de Stalin, se han convertido con el paso de los años, en verdaderas tierras de cultivo para el reflorecer de la Fe católica en diferentes lugares de Rusia. Ha vuelto la procesión del Corpus en San Petersburgo, suspendida en 1918; y el pueblo de los ayarios, minoría étnica en Georgia, que fueron obligados a convertirse al islam en el siglo XVII, han vuelto en su integridad a la Iglesia Ortodoxa georgiana.

No sé si algún día un Papa se encontrará con un Patriarca de Moscú. Ya se habló de una posible reunión en tiempos de Benedicto XVI, y lógicamente se habla ahora, en tiempos de Francisco. Mientras, católicos y ortodoxos, creyentes en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, siguen su labor de sembrar la Fe. Son conscientes de que el verdadero sembrador y proselitista es el Espíritu Santo. Unas veces actúa, postrando en el suelo a Pablo –y empuja su libertad a mirar al Cielo-; en otras, susurra en el corazón de hombres y mujeres afligidos,  para que  eleven la mirada al Crucificado, y le pidan lo que el Crucificado ansía dar a quienes le contemplan: perdón, amor, paz. Así han vivido los perseguidos por la justica y por la fe en tiempos soviéticos: sostenidos por el Espíritu Santo, que es siempre el más grande, y amoroso, proselitista..

Al final, Roma dará y sostendrá la Fe de todos los pueblos. Al perder de vista a Roma, el fraile franciscano se encontraba aliviado de sus dolores de cabeza; y descubría un corazón engrandecido en el que cabían las ansias y los afanes de todos los cristianos dispersos por el mundo. Y rezaba por ellos para que acompañaran a todos los cojos, lisiados, paralíticos, a llegar a las aguas de las piscinas de Siloé.

Y, como este buen fraile itinerante, en la próxima vuelta del camino volveré yo también a Roma con el corazón engrandecido, y aunque me duela la cabeza.

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com

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