¿Hay manera de librarse de la dictadura de Internet?

Después de visitar una página web de calzado deportivo, es probable que le llegue a Facebook un anuncio de la marca que ha estado a punto de comprar. Si ha pasado dos noches en un departamento de traumatología de un hospital, es muy probable que le salte publicidad de productos ortopédicos.

Y, si acaba de comprar en línea un vuelo para ir a Nueva York, tal vez incluso reciba publicidad de teatros de Broadway. No es magia. Tras todas estas “coincidencias” se esconden dos conceptos que forman parte ya de nuestro vocabulario: las cookies y los algoritmos.

Cuando entra en una página web, es muy probable que en la parte inferior de la pantalla encuentre una advertencia de este estilo: “Usamos cookies propias y de terceros para poder analizar datos de audiencia y personalizar contenidos y publicidad por medio del análisis de la navegación. Si deseas modificar la configuración, puedes hacerlo mediante el enlace Más información. Si continúas navegando, aceptas su uso”.

La mayoría sigue navegando, obviando las consecuencias que pueden derivarse de esta navegación. Las cookies propias son las creadas y gestionadas por la propia web y las de terceros se refieren a los acuerdos que dicha web tiene con una serie de anunciantes para hacer llegar la mejor publicidad a los usuarios.

El profesor de los Estudios de Informática, Multimedia y Telecomunicación de la UOC César Córcoles explica que las cookies son pequeños archivos de información que nos guarda el navegador cada vez que visitamos una página web, una información que vincula al usuario de ese dispositivo a la entidad que ha emitido las cookies, lo que es clave para los anunciantes.

Y ¿cómo llega la publicidad?

“Cuando visitamos una página web, mientras el servidor web construye la página, deja espacios en blanco para la publicidad. Mira quiénes somos a partir de leer estas cookies que hemos almacenado y elige los anuncios que mejor se adaptan a nuestros gustos y preferencias a partir de nuestro historial de tráfico en la red”, explica de manera gráfica Córcoles.

Las cookies no son necesariamente malas y a veces hacen la vida más fácil. El profesor de los Estudios de Ciencias de la Información y de la Comunicación de la UOC Ferran Lalueza pone como ejemplo el dejar en espera una compra en una tienda en línea.

Cuando al cabo de unos días quiere volver a recuperar esa compra, encontrará el icono del carrito que le espera tal como lo ha dejado, y, por lo tanto, no es necesario repetir la operación desde cero. Para otras webs, por ejemplo, que poseen un contenido visual muy pesado, el hecho de almacenar cookies hace que la web se cargue más rápido cuando la visita por segunda vez.

Córcoles explica que “los algoritmos son conjuntos de instrucciones -pensemos en una receta de cocina, por ejemplo- más o menos sofisticados que gobiernan el funcionamiento de los ordenadores, entre otras muchas cosas. Un algoritmo bien diseñado, si lo alimentamos de buena información, puede extrapolar información sobre gustos, preferencias, ubicaciones y un largo etcétera”.

Para entenderlo, añade que “la mayoría de algoritmos de publicidad tienen una buena colección de las páginas que hemos visitado; muchos, además, tienen acceso a una lista de lugares donde hemos estado por medio del móvil. Facebook, asimismo, tiene información sobre quiénes son nuestros contactos en la red y con cuáles nos comunicamos más por su plataforma, qué páginas seguimos y dónde hacemos más clics a me gusta; Amazon sabe qué productos hemos mirado y qué productos hemos comprado”, explica el profesor Córcoles, que también es director del máster de Desarrollo de Sitios y Aplicaciones Web de la UOC.

El experto añade que, si usa Chrome, el navegador de Google, este genera un historial completo de las páginas que visita y que puede consultar y borrar en la página myactivity.googlecom, aunque muchos usuarios no lo saben.

“Terminamos poniendo a disposición del mejor postor mucha información sobre cómo somos, qué hacemos, qué nos gusta, qué nos interesa, qué nos molesta, qué dispositivos utilizamos, desde dónde...”, añade Lalueza, y esta información las empresas la usan con fines publicitarios y, además, les permite acotar más el público.

“Lo que hacen Google, Facebook y las grandes compañías tecnológicas que tienen como negocio la publicidad es ponernos etiquetas a cada uno de nosotros: ‘millennial’, embarazada, jubilado... Estamos clasificados y cuando el anunciante quiere llegar, por ejemplo, a mujeres embarazadas, las tecnológicas le sirven los perfiles con esta etiqueta”, explica Lalueza.

Así, según explica el experto, el anunciante puede segmentar mucho y dirigirse solo a las personas que han dado algún indicio de ser objetivo de ese producto o servicio.

“El problema de base es que todavía no somos conscientes de la gran cantidad de información que llegan a acumular sobre nosotros las grandes empresas tecnológicas”, dice el profesor de los Estudios de Ciencias de la Información y de la Comunicación.

Y es que, según apunta el profesor Lalueza, los algoritmos permiten acceder no solo a lo que alguien sigue o comparte en las redes, sino también a aspectos de su vida que no comparte ni ha hecho públicos, pero que pueden ser deducidos con facilidad.

“Por ejemplo, puede que no haya contado qué partido voto, pero si digo dónde vivo, que me gustan ciertas películas o un determinado estilo de música, y que a menudo voy a comer o a cenar a determinados restaurantes, podrán saber con una alta probabilidad de acierto mi ideología política comparándola con la de otros que sí lo han explicitado y tienen gustos parecidos a los míos”, explica el profesor.

Anuncios de embarazo tras un aborto

El caso de la periodista del The Washington Post Gillian Brockell, quien envió una carta abierta a Twitter, Instagram y Facebook para pedirles que le dejaran de seguir enviando anuncios sobre embarazo y bebés después de perder el hijo que esperaba, pone al descubierto hasta qué punto la publicidad puede llegar a ser extremadamente dolorosa.

Brockell terminaba su carta abierta con esta súplica: “Por favor, compañías tecnológicas, se lo ruego: si sus algoritmos son lo suficientemente inteligentes para darse cuenta de que estaba embarazada o que he dado a luz, entonces seguramente pueden ser suficientemente inteligentes para darse cuenta de que mi bebé murió y mostrarme así publicidad en consecuencia o, tal vez, solo tal vez, no mostrarme publicidad”.

La cruda respuesta a esta petición la da el profesor Lalueza. “Evitar el dolor a las personas no genera beneficios a las empresas tecnológicas; este no es su foco ni su prioridad. Así pues, no es tanto un problema de dificultad técnica o de limitaciones de la inteligencia artificial, sino más bien de prioridades, y, en este caso, respetar el duelo de una persona que sufre no es prioritario pues no se deriva ninguna ganancia económica”.

Córcoles explica otro caso en que la publicidad fue intrusiva con una familia, cuya hija estaba embarazada y comenzó a mirar anuncios de publicidad de descuentos a embarazadas por medio de la cadena americana Target. Al cabo de unos días, el padre de familia pidió a la empresa que los sacaran de la base de datos de estos productos, pues en casa no había ninguna mujer embarazada.

Días después, una vez que descubrió que su hija sí que estaba realmente embarazada, tuvo que disculparse ante la empresa. “El algoritmo de Target supo que desde el ordenador de la familia esta chica buscaba información sobre partos y embarazos y pensó que, si le enviaba publicidad de este campo, le haría un favor”, explica el profesor Córcoles.

Mecanismos para protegerse de la publicidad

Los expertos coinciden en que sí hay mecanismos, si bien son muy manuales. En Facebook, por ejemplo, se pueden bloquear anuncios por ámbitos temáticos. En cualquier caso, sin embargo, es el usuario quien tiene que decir que no quiere ser bombardeado con una determinada publicidad. “Nos obligan a ser proactivos al poner límites a la publicidad que recibimos. De lo contrario, por defecto, nuestros datos están a disposición de quien esté dispuesto a pagar por ellos”, explica el profesor Lalueza.

Córcoles explica que se puede pedir también a un navegador que no acepte las cookies de terceros, y entonces los anunciantes enseñarán publicidad más genérica. Piensa que sería bueno que existiera un servicio centralizado que nos permitiera decir a los anunciantes que no nos sirvan un tipo de publicidad determinado.

La profesora de los Estudios de Derecho y Ciencia Política y experta en protección de datos Mónica Vilasau recuerda también que la persona afectada tiene la posibilidad de apuntarse a una lista de exclusión publicitaria, la llamada lista Robinson, que funciona, por ejemplo, en el caso de publicidad telefónica, correo postal, correo electrónico y SMS o MMS.

La persona que no quiera recibir comunicaciones publicitarias se incluirá en esta lista, por lo que quien quiera llevar a cabo comunicaciones de marketing directo, antes de hacerlo, debe consultar los sistemas de exclusión publicitaria y excluir a las personas afectadas.

¿Qué datos tiene una empresa?

El derecho al acceso, uno de los derechos que reconoce el Reglamento general de protección de datos (RGPD), permite a un usuario saber qué datos tiene de él una empresa, la Administración pública o una plataforma de internet, y cómo los ha obtenido.

La profesora Mónica Vilasau explica que la persona interesada tiene derecho a obtener del responsable del tratamiento de datos confirmación sobre si se tratan o no datos y en caso de que así sea, derecho de acceder a los datos personales y de obtener determinada información.

Por ejemplo, tiene derecho de saber las finalidades del tratamiento de datos y el plazo previsible de conservación de estos datos, tiene derecho de pedir la rectificación o la supresión de datos, y también de oponerse al tratamiento de datos con fines de marketing directo, momento a partir del cual los datos personales deben dejar de tratarse para estos fines. En este último caso, cuando se ejercita el derecho de oposición, hay que dejar de tratar los datos para estos fines.

El derecho de supresión

Vilasau explica que en el RGPD el derecho del olvido se equipara a la supresión de datos, aunque la jurisprudencia le ha dado otro significado, que es el derecho que tiene una persona de ser desindexada de los resultados de búsqueda que aportan los motores de búsqueda.

Sería el caso, por ejemplo, de un recluso, que tras haber cumplido la pena podría pedir que se eliminara su nombre de los resultados de búsqueda en internet si ello puede perjudicarlo para empezar una nueva vida.

En el caso de la periodista del The Washington Post, en el marco de la normativa de la Unión Europea, sería mejor hablar de derecho de la supresión de datos. Vilasau explica que este derecho puede ejercerse en los siguientes supuestos: cuando los datos personales ya no son necesarios, cuando la persona afectada ha retirado su consentimiento o se opone al tratamiento o cuando los datos se han tratado ilícitamente.

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