Pero, ¿qué está pasando en la Unión Europea?

La Unión Europea ha entrado de nuevo en turbulencia institucional tras el ‘no’ de Irlanda al Tratado de Lisboa. El previsible ‘efecto arrastre’ causa temor en una UE hoy por hoy carente de liderazgos sólidos.

¿Qué es el Tratado de Lisboa?

El Tratado de Lisboa, acordado en 2007, es todavía el ‘plan b’ de la llamada Constitución Europea que se hizo inviable tras el rechazo en referéndum de franceses y holandeses en 2005.

Con el Tratado de Lisboa se quiere conseguir básicamente lo mismo que con la Constitución: adaptar la UE a su nueva dimensión de 27 Estados miembros, mediante la reforma de los sistemas de voto para formación de mayorías, la ampliación del poder de decisión del Parlamento, la reducción del número de comisarios, la creación de una Presidencia permanente y de una diplomacia propia, el refuerzo de la participación ciudadana, una mayor transparencia institucional y la consagración de una ciudadanía europea con su correspondiente Carta de Derechos.

El Tratado de Lisboa difiere de la Constitución en que no tiene carácter constitucional: no debe ser leído autónomamente sino como reforma de los tratados anteriores, Roma, Maastricht y Niza. Su propia extensión –una quinta parte de la Constitución Europea- habla ya de las menores ambiciones del Tratado de Lisboa.

El ‘timing’ previsto para el Tratado de Lisboa es que sea aplicable para las elecciones al Parlamento Europeo de 2009. Así, todos los países lo han ido ratificando o lo han de ratificar aún por vía parlamentaria, con la excepción de Irlanda, obligada por sus propias leyes a someter el texto a la consulta ciudadana. El resultado del referéndum ha sido ‘no’.

¿Por qué Irlanda votó ‘no’? ¿Por qué es grave su ‘no’?

La repercusión del ‘no’ irlandés tiene un carácter simbólico de importancia indudable. La decepción ha sido superior dado el presumible europeísmo de un país que ha logrado un gran despliegue económico –‘el tigre celta’- teniendo para ello un notable aporte de fondos comunitarios.

Al mismo tiempo, todos los partidos del arco parlamentario, a excepción del ultranacionalista Sinn Feinn, habían apostado por el ‘sí’. Con todo, los lobbys a favor del ‘no’ han azuzado el voto conservador sin que su ‘no’ tuviera dimensión antieuropeísta. De hecho, la mayor fuerza del ‘no’ ha radicado en el eslogan ‘si no estás seguro, vota no’.

De resultas de esto, en Bruselas hay un sentimiento de fracaso en lo que respecta a la pedagogía política, pues a su juicio el ‘no’ estaba basado más en mitos que en hechos reales: contra lo que argüían los partidarios irlandeses del ‘no’, el Tratado no favorece el ‘dumping’, no impone subidas de impuestos ni asuntos moralmente controvertibles como el aborto o los aportes de tropas. La tradición irlandesa de neutralidad también ha tenido su peso. El resultado ha confirmado el escepticismo de Bruselas ante el sometimiento al voto popular de tratados que ante todo atienden a la reforma interna.

En política interior, el novísimo primer ministro irlandés Brian Cowen afronta una situación muy delicada tanto ante su pueblo como ante sus colegas europeos: no se prevé que el electorado irlandés dé el ‘sí’ tras la renegociación de un Tratado aceptado selectivamente por el Gobierno de la isla.

El ‘no’ irlandés ha venido a confirmar el nuevo auge de un cierto nacionalismo defensivo entre los Estados miembros, aliado a la desconfianza que alienta la desaceleración económica.

El ‘no’ coincide además con la ausencia de liderazgos nítidos en la UE. Véase, por ejemplo, que en el coro de declaraciones realizadas a raíz del ‘no’, ninguna ha sobresalido por autoridad por encima de las demás. Nicolas Sarkozy, debilitado en sus contradicciones entre liberalismo y neogaullismo, y fuertemente nacionalista en el fondo; Angela Merkel, ocupada en el manejo de su Gran Coalición, ceden ante el único viejo sabueso que queda en la Unión, el luxemburgués Jean-Claude Juncker, quien por otra parte carece de un país con peso específico para liderar la institución.

Cabe aún añadir el perfil de Gordon Brown, de vocación mucho menos europeísta que Tony Blair, de notable menor habilidad política que el anterior líder, y al frente de un país de fuerte tradición euroescéptica. Un temor es que Brown intente reconciliarse con sus problemas domésticos convocando un referéndum.

Otro temor no menor es que la República Checa confirme sus expectativas negativas y decida no ratificar el Tratado, lo cual supondría la escisión de la UE en dos partes y aun podría tener un efecto de arrastre para que otros países detengan el proceso de ratificación. Ahí la crisis institucional sería de magnitud imprevisible.

¿Qué va a pasar tras el ‘no’ irlandés?

El panorama abierto por el ‘no’ irlandés tras la ratificación de dieciocho parlamentos nacionales al Tratado puede variar los planes de la Presidencia de turno francesa, que empieza en breve plazo y que tenía por objetivos la creación de un pacto sobre inmigración, la consolidación de un interés tradicional francés como es la fortificación de la Defensa europea, la reforma de la Política Agraria Común, la renovación de la agenda social, la cooperación judicial, el cambio climático y las políticas de telecomunicaciones y energía.

El resumen, sin embargo, de la percepción de Bruselas-Estrasburgo en referencia al ‘no’ irlandés y sus consecuencias es el siguiente: “si los irlandeses no quieren aceptar el Tratado, nadie les puede obligar. Pero los irlandeses no pueden obligar a los otros europeos a rechazar un Tratado que sí quieren aceptar”. Por tanto, se ha de intentar consolidar cada proceso de ratificación y negociar separadamente con Irlanda un Tratado que, por otra parte, ofrece mucha flexibilidad y al que se le pueden hacer muchas reservas. La posición española también apoya el continuar con el proceso de ratificación.