La perversión que oculta John Cobra

¿Cómo hemos llegado a tolerar, cómo han llegado a triunfar fenómenos como los de John Cobra en la televisión?

-         La RTVE que dejó de emitir publicidad para dar mejor servicio público es la misma que aceptó a John Cobra –cuyo perfil violento era bien conocido- para ganar audiencia. No es exagerado inferir de este dato que ni RTVE se exige a sí misma ni la audiencia le exige un alto estándar precisamente de servicio público, conforme al modelo asentado desde hace décadas por la BBC.

-         Con todo, la irrupción de John Cobra –y su subsiguiente número- no es sino un epifenómeno de algo mayor, concretamente de una mecánica de la audiencia por la que público y televisiones mantienen una cadena de necesidades retroalimentadas que lleva a empujar cada vez más lejos la barrera de lo que no resulta aceptable.

-         En televisión, la lógica de la espectacularidad está llevando a la lógica de lo grotesco. Como ocurre con las monedas, lo bueno expulsa a lo malo: es un predominio de lo extraño, de lo “freak”, por el cual a quien se premia –caso Susan Boyle- no es a una voz de oro sino a una voz de oro en un cuerpo considerado feo y raro.

-         Así, la tv no es un espectáculo inteligente porque, precisamente, no es un espectáculo inteligible: no está hecho para ser comprendido y criticado, sino que se impone como se impone todo lo que simplemente es visible. Pasa sin filtro crítico de la retina a sedimentar en el cerebro. De hecho, la misma superabundancia de imágenes lleva casi siempre a una deseducación de la mirada.

-         Lo curioso es que, si siempre han existido diques de contención, tanto sociales como individuales, ante espectáculos que la opinión fría no tiene por dignos, esos diques están desapareciendo. La propia dinámica televisiva expande una ambientación de tácita y creciente aceptación de lo que hasta ahora tomábamos por inmoral. El fenómeno se alimenta a sí mismo: la erosión moral acepta cada vez más cosas como no dañinas y, en consecuencia, se agrava esa misma erosión moral.

-         Globalmente, el fenómeno es más grave en tanto que la transversalidad de la televisión afecta a un país de vasta clase media, de una clase media, en concreto, que ha sido la gran impulsora en la sociedad de los valores, entendidos como defensa propia y también como herramientas para la intelección del mundo, y a modo de guía en él. Pero aquel código de dignidad, de respeto a uno mismo y a los demás, de sentido del ridículo, es algo que se está dinamitando. Por inocente que suene, hace apenas veinte años era extrañísimo encontrar palabrotas en televisión. Ahora encontramos que no hace falta la violencia para llegar a someter las conciencias: basta con la vulgaridad. El “homo videns” pierde capacidad simbólica y por tanto capacidad de discernimiento moral.

-         Un punto digno de mención es que la figura de John Cobra fue elevada por los propios televidentes. Se ha alegado que así mostraban una rebeldía, una inconformidad ante lo establecido. Algo de eso hay, hay algo de venganza genérica, de voluntad de causar escándalo. La cuestión clave, sin embargo, es que eso sólo es posible desde el anonimato de las votaciones: al ser anónimas, no hay riesgo. Pero es una quiebra en el sentido moral: generalmente, el valor moral de un hecho no partía de que fuera o no a ser conocido, e incluso el aprovechar el anonimato se consideraba agravante, por ser falta de respeto a uno mismo. Así, el sentido moral deja de ser algo interior y va dejando también de tener relevancia externa: a la falta de represión se le une la complacencia en ese carácter desinhibido. Todo alienta la percepción de que hay un “derecho a lo torcido”, y a apreciarlo. Lo moral ya no es lo bueno sino lo “auténtico”. Y lo auténtico es lo “natural”, lo no sujeto a restricciones. Es fácil constatar la pérdida de la proyección moral externa: ya ni siquiera somos hipócritas –“la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud”- como para ocultar el apoyo a lo que sabemos malo.

-         Por último, el propio carácter de John Cobra –vulgar, malhablado, incapaz de aceptar críticas, insultante, repleto de orgullo inmotivado- sintoniza muy bien con un ambiente social donde se han perdido, en buena parte, las viejas artes de la civilidad, que implicaban un cierto olvido de sí, en favor de una aserción inmoderada, y frecuentemente violenta, del propio ego, legitimado para quejarse por todo ante una sociedad que lo oprime.

 

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