Pademba Road, la cárcel de adultos de Sierra Leona en la que también hay menores

Más de un millón de menores en el mundo son detenidos y encarcelados cada año

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Campaña de Misiones Salesianas Inocencia entre rejas.

“Cuando llega la noche todos tenemos miedo en la prisión. No hay sitio para tumbarnos y los mayores nos obligan a abanicarlos para que no les piquen los mosquitos y a recoger los excrementos en una lata. Muchas veces abusan de nosotros…”, explica Alpha, de 16 años, en el patio de Pademba Road, la cárcel de Freetown, la capital de Sierra Leona.

Él es uno de los muchos menores que hay en la prisión. “Es imposible saber el número porque la Policía falsifica su edad, no avisan a sus padres y no tienen asistencia legal, son traídos aquí directamente y nosotros vamos celda por celda para conocer su caso y su situación”, explica el misionero salesiano Jorge Crisafulli, director de Don Bosco Fambul -que significa “familia” en la lengua local- y que es la única organización que puede entrar y moverse con libertad por la prisión.

Pademba Road es la cárcel de la capital de Sierra Leona y la más grande del país. Construida en los años 30 del siglo pasado para albergar a poco más de 300 presos, el hacinamiento y la insalubridad destacan en cada rincón. Las autoridades quieren quitarle el horror que encierra llamándola correccional, pero los casi 2.000 reclusos que tiene y que nada haya cambiado en casi un siglo la convierten en un infierno sobre la Tierra.

Documental ‘Libertad’

La campaña de Misiones Salesianas Inocencia entre rejas, con el documental Libertad, dirigido por Raúl de la Fuente, denuncia la situación de los menores privados de libertad en cárceles de adultos con el ejemplo de la prisión de Sierra Leona. Más de un millón de menores en el mundo son detenidos y encarcelados cada año. Sus derechos son vulnerados y sufren todo tipo de abusos sin recibir asistencia legal y sin que sus familias lo sepan. En muchos países de África, América y Asia los misioneros salesianos acompañan a estos menores y se preocupan por su situación, ayudándolos para que se reintegren en la sociedad al salir de prisión.

“Me detuvieron por andar solo por la calle, de noche y sin rumbo. ¿Dónde querían que fuera si soy huérfano?”, se pregunta Robert, de 15 años. En Sierra Leona hay más de 300.000 menores huérfanos por las epidemias de ébola y de coronavirus y el delito de Frequency (frecuencia) está tipificado hasta con dos años de prisión.

En el centro penitenciario de Pademba se cumple la máxima de que es una prisión llena de inocentes. Inocentes por doble motivo, porque hay menores de edad que no tenían ni que estar en una cárcel ni compartir el mismo espacio que los adultos, y porque en muchos casos están cumpliendo penas desproporcionadas por romper un cristal, robar un teléfono o por una pelea.

Hacinamiento

Celdas concebidas para uno o dos reclusos tienen en la actualidad a cinco, seis y hasta a nueve personas, mientras que las celdas más grandes, previstas para una decena de presos, acogen a más de 30. En ellas pasan más de 12 horas al día y solo reciben a diario un té negro y amargo como desayuno y una única comida al día, siempre la misma, consistente en arroz con salsa muy picante, un panecillo y un poco de agua.

“Todos tenemos alguna enfermedad de la piel o digestiva por la falta de agua y la escasez de comida, siempre repetitiva”, asegura Abdul, otro joven que entró en Pademba hace dos años por robar una moto y que aún no ha ido a juicio.

Los misioneros salesianos trabajan en Sierra Leona desde 1986. Ayudaron a los huérfanos de la guerra civil del país a principios de siglo y también trabajaron con los menores que habían sido reclutados por la fuerza. Fueron poniendo en marcha programa para ayudar a las menores que sufrían abusos y a los menores que vivían en la calle. En 2013 pidieron entrar en la prisión y realizar actividades de ocio con los presos. Al entrar comprobaron que había muchos menores en prisión y que sufrían todo tipo de abusos por las noches. “Entonces decidimos cambiar de plan y empezamos a ir todos los días para llevar comida a los más débiles y enfermos, ofrecerles atención sanitaria, asesoramiento legal y seguir sus casos para conseguir su libertad por ser menores”, comenta Jorge Crisafulli.

“En la prisión no había lugar para la esperanza, sólo había resignación y había reclusos que incluso dejaban de comer para no sufrir y morir… Uno de ellos nos contó cómo los propios oficiales obligaban a los presos a limpiarles los zapatos y les quitaban la comida. A uno de los oficiales lo llamaban Cucaracha porque en la cárcel está prohibido matar a las cucarachas, y hay muchas por la suciedad, pero este oficial les decía que hasta las cucarachas tenían más derechos que ellos y eran más importantes, y por eso no se las podía tocar”, recuerda Julius, uno de los voluntarios que entra en la cárcel a diario.

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Grupo Don Bosco

En la actualidad, tres grupos de 75 reclusos forman parte, dos días por semana, del Grupo Don Bosco de la cárcel. Todas las tardes, voluntarios y trabajadores sociales, junto a los misioneros salesianos, les dan una comida extra, les realizan un reconocimiento médico y les ofrecen actividades formativas y de ocio.

“La mayoría de los presos pesa menos de 50 kilos, y los hay incluso por debajo de los 30. Además, casi todos tienen sarna y muchos, además, otras enfermedades como tuberculosis, malaria e incluso sida”, asegura Foday, uno de los voluntarios de Don Bosco.

El agua era otro de los grandes problemas en la prisión. Un camión cisterna llenaba a diario un bidón de 5.000 litros que se usaba para la cocina y el aseo. Los presos se bañaban en medio del patio con cubos de agua y hacían sus necesidades en huecos excavados en el suelo en un rincón. En 2017 los misioneros salesianos también llevaron el agua a la prisión: construyeron un pozo, una torre de nueve metros, un sondeo de agua mediante placas solares, duchas y unos tanques con capacidad para 45.000 litros para que nunca faltase el agua en prisión, además de sellar las fosas sépticas.

La prisión de Pademba también cuenta con un módulo para los condenados a muerte. En él se encuentra la “máquina de matar”, como denominan a la horca. Hace años que no se utiliza porque todas las condenas han sido conmutadas por cadena perpetua, pero los reclusos no lo saben. Una treintena de presos, entre ellos varios menores, vive aislados del resto en ese pabellón.

Un motín por el coronavirus

El 29 de abril de 2020, en pleno confinamiento por la pandemia, estaba previsto que 237 presos por delitos menores quedaran en libertad por un decreto presidencial. Unos días antes se había confirmado el primer caso de coronavirus en la prisión y se prohibieron las visitas. A los reclusos también se les prohibió salir de sus celdas para protegerlos, pero ellos lo interpretaron como otra humillación unida a la única comida al día y a la falta de higiene.

Los presos comenzaron un motín en el que prendieron fuego a la cocina, a la panadería, a los talleres, a la mezquita y a la enfermería… “Curiosamente no quemaron los pabellones porque sabían que si algo salía mal volverían allí, y sólo hubo destrozos en las instalaciones de Don Bosco, en la capilla y en la biblioteca, pero no las quemaron”, recuerda Jorge Crisafulli.

El Ejército y la Policía intervinieron y sofocaron el motín en cuatro horas. Se reconocieron oficialmente 13 reclusos muertos y un oficial, pero fueron muchos más. Los presos sufrieron torturas para delatar a los culpables, estuvieron más de dos meses sin salir de las celdas y en muchos casos también murieron allí.

“Al día siguiente nos dejaron entrar en la prisión y montamos un hospital con 20 camas en la capilla. Durante más de dos meses estuvimos llevándoles agua y comida a todos los reclusos de la prisión, a los que castigaron sin salir al patio. No nos preocupaba lo material, ni tuvimos miedo a los 19 casos de coronavirus que hubo después, sólo queríamos seguir atendiéndolos. Lo peor fueron las muertes y que se quemaron todos los expedientes de los reclusos y ha habido que investigar caso por caso para que no continúen en prisión los que ya habían cumplido condena. Tuvimos que empezar de cero”, recuerda el misionero salesiano.

El ejemplo de Chennor

Chennor tiene 29 años. Vivió en la calle desde los seis y se convirtió en el rey de la supervivencia a través de las peleas. Ha estado tres veces en la cárcel y ha cumplido casi cinco años de condena. Ha pasado de ser conocido como Sniper (francotirador) a Too nice (supersimpático).

En la cárcel sufrió abusos sexuales: “La primera vez me echaron algo en la comida y me dejaron sin fuerzas, era consciente de todo, pero no podía defenderme”, asegura. La segunda, sin embargo, los abusos fueron consentidos: “Tenía tanta hambre que los acepté a cambio de comida”, reconoce con dolor.

Cuando salió de la cárcel enfermó y acudió a los Salesianos: “Me atendieron, me cuidaron, empecé a vivir en un grupo familiar con otros chicos y aprendí un oficio. El primer sueldo que gané se lo di a ellos para que ayudaran a otros chicos como yo y, desde entonces, voy a la cárcel con ellos, como voluntario, para ayudar a los menores inocentes”, comenta.

Esperanza

En los ocho años en los que los misioneros salesianos llevan trabajando en la cárcel de Pademba, más de 250 reclusos menores de 25 años, y la mayoría menores de edad, han salido de prisión gracias al trabajo del equipo legal de Don Bosco Fambul. Cada año, además, recuperan los expedientes extraviados de alrededor de 80 reclusos y agilizan su proceso judicial. Asimismo, casi 400 reos se han convertido al catolicismo y, como Alfred, todos reconocen que “estoy vivo en la prisión gracias a Don Bosco. Él me ha ayudado y me ha cambiado la vida. Si no me hubieran atendido ya estaría muerto”.
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