María, Carmen, Luis, Anna...: los pobres que piden en Serrano

Entre Gucci y Prada, tres españoles y una rumana buscan sobre las aceras de la calle más cara del país la generosidad de los viandantes. Unos son sin techo. Todos, sin empleo. Son ni-ni maduros a los que la crisis les excluyó de la sociedad que exponen con dignidad su pobreza entre escaparates de lujo. Con cansancio en medio de este agujero negro, sueñan con la ilusión de encontrar una mano amiga que les dé la oportunidad de dejar de sobrevivir. Mientras tanto, ponen el cazo y soportan que algunos les miren desde arriba. Mejor pedir que morir o robar

María
María lleva seis años en Madrid sin techo esperando una mano que le saque de este rincón de Serrano.

Perímetro: Madrid. Calle Serrano. Entre María de Molina y la Puerta de Alcalá. No sobrevuelan los drones. Pateamos las aceras de arriba a abajo tres días distintos para sentarnos a conocer la historia de las mujeres y los hombres que se han visto, de pronto, en el precipicio de poner la mano en la calle más rica de España.

No son muchos, y no están siempre, pero cuando apilan sus cajas y sus cosas para inaugurar su pedigüeña jornada se ponen al resguardo de la sombra de los números pares, porque es junio y aprieta el calor sobre las aceras. A veces pega fuerte el sol. A veces pega más fuerte la indiferencia.

Trajes, desayunos con zumo en las terrazas, tarjetas de créditos que bailan sin mirar los precios, zapatos finos con prisa, de reunión en reunión. Bolsas de Loewe, bronceados extranjeros de vacaciones urbanas, uñas de manicura sobre pantallas de móviles de última generación. Tacones y sombreros Panamá. La vida pudiente, previsiblemente justa, gira como una noria de normalidad en este escenario de castellano glamour.

También hay gente que pasa de paso, runners, bicicletas que ansían desembocar en El Retiro para apostatar de los tubos de escape. Y como este trozo de calle no es Hollywood, también hay tenderetes de ONGs, pancartas humanas de vendo-oro, y jóvenes de fuera que ofrecen pañuelos de papel al borde de los pasos de peatones, antes de que los viandantes se escapen de la necesidad de sus vidas.

2019062113435091700María, “la psicóloga”

María no es su nombre real. “Tú ponlo entre comillas”. En un poyete que sobresale tres centímetros sobre la acera, sus 48 años de historia reposan a las puertas de un local en venta en Serrano, 60. Sobre un cartón de frutas, una panera de los chinos hace de cepillo y un cartel escrito a mano, de reclamo: “Sin medios. Sin recursos. Necesitamos ayuda. Gracias”.

Bien vestida: vaqueros, zapatillas aseadas y unas gafas de Prada “que me dieron en servicios sociales”. María lleva en Madrid desde 2013. Tiene pareja y malvive sin techo en los alrededores de Nuevos Ministerios. Tres hijos mayores, una muleta, una lesión en la pierna izquierda y tres euros huérfanos sobre el mimbre que anteceden esta conversación.

“Estoy aquí por necesidad, aunque mucha gente, cuando pasa delante, me mira como diciendo ‘¿Qué hace usted aquí? ¡Póngase a trabajar!’ ¡Ojalá! No tengo casa, y sin casa es difícil encontrar un empleo estable. ¿Dónde te aseas? Yo puedo dedicarme a muchas cosas y entiendo casi todos los idiomas. Sirvo para hostelería, limpieza, pescadería, atender un supermercado… Llevo bastante tiempo pidiendo en Serrano. Lo normal es que cada día saque unos 15 euros, que utilizamos para comer. Busco la compasión de las personas que pasan por aquí, a ver si me pueden ayudar a encontrar un hogar, porque sé que cuando tenga casa, el trabajo me lo encuentro yo sola”.

“Estoy aquí por necesidad, aunque mucha gente, cuando pasa delante, me mira como diciendo ‘¿Qué hace usted aquí? ¡Póngase a trabajar!’ ¡Ojalá! No tengo casa, y sin casa es difícil encontrar un empleo estable

Hablamos mientras la calle sigue su curso. Gente que va, gente que viene. Gente que no nos ve, y gente que saluda. ¡Buenos días! ¡Buenos días, bonita! María pide un cigarro a un caballero, y ella se lo agradece con coaching urbano: “¡Alegra esa cara, aunque sea lunes! ¡Los problemas, a la mochila! ¡Hay que sonreír a la vida!”.

 -¿Las personas con las que se cruza por aquí son generosas?

 -Hay de todo, y cada día es cada día. Yo tengo mucha psicología. A veces pienso que muchos de los que pasan por aquí mira con distancia, desde muy arriba, porque la vida les ha tratado bien, pero parece que no saben hacer ni un huevo frito.

Carmen copia

 

Carmen, la viuda de pie

Carmen lleva diez años pidiendo en las puertas de la cafetería Mallorca, a orillas de la Plaza de la Independencia, atada a sus necesidades. Aterriza en esta esquina desde el barrio de san Cristóbal. Es viuda y viste con rigor. Negro sobre fondo negro. Tiene cuatro nietos en edad escolar a su cargo, porque su hija está enferma, y no hay manera de respirar en paz. Dos prótesis de rodilla en mitad de las piernas que se pasan de pie toda la mañana, todos los días, una década.

La verdad es que en Mallorca la atienden con cariño, aunque si le dejaran sacar una sillita al fresco eso que gana su salud. Pero le rellenan el agua, y la miran con cariño. Me he tomado con ella un café-para-llevar a dos vasos, cinco euros. El drama de Carmen se oscurece justo en estos días, porque la soga de un desahucio la ahoga de angustia. “A finales de junio me quitan la casa y no sé qué hacer. No puedo dejar de venir a pedir, porque tenemos que comer, pero estamos a un paso de quedarnos en la calle”.

“A finales de junio me quitan la casa y no sé qué hacer. No puedo dejar de venir a pedir, porque tenemos que comer, pero estamos a un paso de quedarnos en la calle”.

La cara de Carmen es de dolor, de arruga, de encogimiento de estómago, aunque en sus ojos hay un gesto agradecido, “porque hay mucha gente buena muy generosa conmigo, sobre todos los que salen de la cafetería”. Suenan las tazas de alcurnia. Ruedan los platos con bollería fina. La terraza de Mallorca ha hecho pleno y estamos a las puertas de las 11:00. Con su bastón y su cartel, Carmen sorbe un buche del café-para-llevar, sonríe, da las gracias. Adiós.

Un moldavo solo y agotado está sentado en Serrano con Ayala. Zona de sol. Un sucio saco de dormir y cartones. Unos tres euros desperdigados entre demasiadas monedas sin alma de 5 céntimos. Frías. Hace un gesto de agradecimiento y se toca el corazón, pero sus ojos de desconfianza brutal me dicen que me vaya. 

Anna es rumana y vende kleenex en la acera de enfrente de El Corte Inglés. Justo delante de las carrozas y los caballos de película que abrevan en un tiovivo ofrece a los viandantes pañuelos contra su pobreza. Se mueve mal. Se mueve torpe. Habla un castellano con pinzas, pero me cuenta: “Vivo en Alcalá de Henares y vengo aquí casi todos los días. Tengo familia amplia con problemas de salud”. Son las 11:50 y en su vaso de pedir solo descansa un euro. ¿La gente es generosa? Enseña el botín. Son las 11:50, lleva aquí lo que estira la mañana, y en su vaso de pedir solo descansa un euro.

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Luis, un antenista sin cobertura

Luis es de Murcia y aterrizó en el Madrid de las esperanzas en 2016. Separado y maltratado por la crisis, huyó de su tierra para pedir en la calle sin temor a que le vean sus familiares. Lee y en su cartón ha escrito: “Ni bebo, ni me drogo”. Es evidente.

Barba y mirada de tres años a palos, yendo y viniendo, respirando, expirando, llorando y andando hacia adelante. Luis es antenista y ha trabajado durante años en el sector de la seguridad privada. “Antes de la crisis ganaba en torno a 3.000 euros”. Pero, claro, pasó aquel vendaval y perdió el tren. “A mi edad ya nadie me quiere contratar”.

En este hueco empotrado de Serrano le acompañan dos perros: Curro y Audrey. Viene cuando lo necesita y cuando asienta aquí su campamento, impoluto de dignidad, cosecha unos 20 euros. Lo que él necesita es “un techo que no se me hunda, una casa en la que quepamos los tres. Sin eso es imposible que me ofrezcan un empleo”.

Una mano sujeta un libro con atención, y la otra está libre para acariciar a sus perros.

 -Luis, ¿las personas que pasan por aquí le miran, se interesan por su historia?

 -Sí, hay gente que se para y me dice cosas, y me ofrece posibilidades. Pero lo cierto es que aquí sigo.

Tres años. Dos perros. Una madurez a la intemperie.

-Luis, ¿las personas que pasan por aquí le miran, se interesan por su historia?

Sí, hay gente que se para y me dice cosas, y me ofrece posibilidades. Pero lo cierto es que aquí sigo.

En la calle más rica de España María, Carmen, Luis y Anna cuecen sus habas como pueden. Mientras la vida sigue entre algodones a su alrededor, a ellos nos les da el estómago para tener envidia. Buscan, sin saber, una escalera que les saque del pozo imprevisible de una remota oportunidad. Algunas personas les conocen, les saludan, les ayudan. Otras ni siquiera se han percatado de que existen, porque van con tanta prisa que no pueden perder un segundo en mirar a la cara a la gente que sufre.

Aprieta el termómetro. Sudores de cinturones apretados hasta la asfixia. De fondo, un hilo musical de jajas, oseas y quedamos-para-un-brunch. Dos suertes. Dos destinos. Dos manos hechas para tenderse. Una misma sociedad.

Recurso 2

Al filo de la navaja

Según el VIII Informe Foessa, presentado recientemente por Cáritas, sobre los asfaltos de España 8,5 millones de ciudadanos están en la parilla de la exclusión social. Además, otros 6 millones se encuentran “al filo de la navaja” de lo que el estudio llama “la sociedad insegura”. Basta una ruptura familiar o un contrato aniquilado para que los que hoy le acompañan en el vagón del metro se vean, de repente, atrapados en el túnel.

Basta una ruptura familiar o un contrato aniquilado para que los que hoy le acompañan en el vagón del metro se vean, de repente, atrapados en el túnel.

El análisis que conmovió los telediarios la semana pasada cuenta con números que la exclusión social se enquista en una sociedad cada vez más desvinculada, que suben los alquileres, que dos millones de personas suspiran cada noche ante el riesgo de quedarse sin vivienda, que el 11% de la población se despierta cada jornada bajo el umbral de una pobreza severa, que uno de cada tres contratos temporales dura menos de una semana, que el 21% de los hogares con menores está para el arrastre y que la ansiedad no posturea en las redes sociales, pero sus consecuencias se contrasta en las farmacias.

Foessa confirma también lo que María, Carmen, Anna y Luis experimentan muchos días y muchas veces al día: la “fatiga de la solidaridad” congela nuestras calles. Justo en un momento en el que la política se mira al ombligo mientras embellece de demagogia sus discursos distantes con el ambipur de la “justicia social”. Justo en un momento en el que ir a pedir para sobrevivir nos coge a demasiado cerca de casa.

Foessa confirma también lo que María, Carmen, Anna y Luis experimentan muchos días y muchas veces al día: la “fatiga de la solidaridad” congela nuestras calles

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