Javier Fumero

Quiero mi chivo expiatorio por el Ébola. ¡Ya!

Quiero hacerles una reflexión pero a ver si me logro explicar. Me meto yo solito en un sembrado y no las tengo todas conmigo sobre si sabré salir indemne.

La gestión de la crisis del Ébola ha sido un desastre hasta este viernes. Rajoy se ha visto obligado a nombrar por vía de urgencia un comité de expertos y a colocar al frente a super-Soraya. Este movimiento demuestra que las cosas no se han hecho nada bien, como por otro lado he dejado escrito días atrás.

Dicho esto –allá voy, directo al barrizal-, he vuelto a percibir estos días un fenómeno singular que, como digo, no es nuevo pero que en circunstancias de caos, peligro, cierto descontrol y angustia como los que se han vivido estos días sale a la luz con singular ímpetu.

Me refiero a esa extraña sensación de desamparo que nos provocan sucesos de esta magnitud.

Es como si no estuviéramos acostumbrados a que las cosas se nos torcieran. Entonces, cuando nos sobreviene un acontecimiento de las proporciones de esta pandemia mortífera, que amenaza con quebrar nuestra plácida vida, de confortables rutinas y coordenadas perfectamente conocidas, nuestra vida ordenada, controlada, diseñada precisamente para evitar sobresaltos… entonces, se nos cae el mundo encima.

Parece como si en la sociedad actual, la felicidad de muchas personas estuviera directamente relacionada con el control de su acontecer. Por eso, el Estado debe cumplir un papel fundamentalmente protector, de defensa del pacífico devenir de cada individuo. Y así, por este caminio, nos vemos envueltos en esta maratón inesperada, corriendo exhaustos tras esta imagen de la dicha, una elaboración cultural y psíquica bastante sentimental y, sobre todo, frustrante.

Porque lo cierto es que las catástrofes existen, los tifones y tsunamis arrasan ciudades enteras, las pandemias se nos van de las manos (también en Estados Unidos, por cierto), las metrópolis se inundan y, en fin, por desgracia los aviones se caen.

Cuando nos sobreviene algo así de dramático–y aquí es donde quiero llegar- adoptamos un víctimismo quizás exagerado, una actitud de sujeto agraviado por encima de sus posibilidades. En el fondo esos sucesos imprevistos los consideramos una tremenda injusticia. Nos rebelamos contra ello y entonces, exigimos que alguien dé satisfacción por nuestro padecimiento. Exigimos reparación.

Si las compañías aéreas españolas y las empresas hoteleras caen en bolsa hasta un 6% tras la confirmación del primer caso del maldito #Ébola fuera de África y hay riesgo para el turismo español, se demandan ayudas inmediatas que debe satisfacer mi tribulación. Y se pone el grito en el cielo pues esto demuestra que los políticos llevan años sin prestar la debida atención al sector.

 

Se suceden los reproches: alguien no ha hecho sus deberes, los Estados debían haber previsto esta circunstancia, las instituciones no han velado por… ¡Que alguien me garantice una existencia sin problemas! ¡Ya!

El último estadio de esta cascada es –atención- la generalización de una mentalidad procesal que aspira a llevar ante el juez a cualquiera que parezca responsable de que mi plácido proyecto de vida se haya torcido. Desconfianza. Reivindicación. Demandas. Ya estoy viendo publicado el anuncio:

-- “Se busca chivo expiatorio sobre el que descargar resentimiento y amargura. Se exigen referencias”.

Al final, vamos a terminar protagonizando una escena parecida a la de aquel padre que, para terminar con el llanto desconsolado del niño que se acababa de dar un golpe con una silla mal colocada, azotaba públicamente al asiento mientras repetía en voz alta aquello de: “silla mala; toma, toma y toma… por hacer pupa al nene”.

Con los niños funciona: acaban esbozando una sonrisa, consolados, sorbiéndose las lágrimas… Pues nada: unas nalgaditas al virus.

No sé si me explico.

Más en twitter: @javierfumero

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