Javier Fumero

Irene Montero debe admitir que se ha equivocado

Irene Montero, ministra de Igualdad, y Pablo Iglesias, exvicepresidente de del Gobierno, en el Congreso de los Diputados.
Irene Montero y Pablo Iglesias

La cultura empresarial anglosajona tiene, a mi modo de ver, tantas luces como sombras. No entiendo, por ejemplo, esa rabiosa inclinación a valorar únicamente los resultados. Esa carrera frenética por crecer, crecer y crecer lleva a grandes logros, de acuerdo, pero atropella por el camino a enormes talentos, crea en las organizaciones un clima irrespirable y provoca muchas decisiones erróneas.

Sin embargo, hay una cosa que siempre me ha atraído de su forma de entender los negocios: el valor que otorgan al fracaso. Una vez oí contar que los fondos de inversión norteamericanos de cierta entidad, al entrevistar a los candidatos que solicitan dinero para lanzar al mercado sus nuevas empresas, hacen siempre una pregunta clave. Responder satisfactoriamente a esta cuestión es imprescindible para que financien el proyecto.

El comité de evaluación, una vez valorado el plan de negocio de la ‘start up’ en cuestión, se enfrenta a los creadores y les pregunta:

-- “Vale, pero ahora decidnos: ¿En qué proyectos habéis fracasado ya?”.

En muchas ocasiones la reacción de los promotores suele ser algún balbuceo, sudores fríos, bloqueo... Pero los inversores se apresuran a explicar la clave oculta de esa pregunta: quieren constatar realmente si están ante personas “emprendedoras”. De hecho, advierten, platean esta cuestión por dos motivos bastante pragmáticos:

a) No van a financiar a nadie que no haya sido capaz de levantarse después de un fracaso. Ese es un dato bastante relevante para ellos sobre la persona en la que pueden confiar o no.

b) No quieren ser los primeros en fracasar con alguien. Eso no es un buen negocio prácticamente nunca.

Es la ejemplificación más clara que conozco de que el fracaso es algo bueno y necesario en la propia vida si se quiere progresar. Lejos de ser un obstáculo, una carga o una mancha humillante es un peldaño que se debe subir para mejorar, para crecer.

Digo todo esto a la vista, por ejemplo, de lo que les cuesta a nuestros políticos rectificar. Porque rectificar significa, antes que nada, admitir que uno se ha equivocado. Yo no tenía razón en esto y no hay más que hablar. Pues no hay manera.

 

Irene Montero, por ejemplo, acaba de recibir un durísimo informe del Consejo General del Poder Judicial sobre el anteproyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual que ha presentado. Hasta los vocales más cercanos a ideologías de izquierda han votado en contra del borrador, por abusivo.

En primer lugar, dicen, se destruye la presunción de inocencia. Para sobreproteger el testimonio de la mujer, se viola el derecho fundamental de cualquier varón en cualquier litigio relacionado con el consentimiento sexual. En el intento de proteger a la mujer, se desprotege al hombre y la propia mujer queda a su vez desamparada: porque se abre la puerta al fraude y finalmente a la banalización de la lacra de la violencia contra las mujeres.

Se quiere, además, incluir toda modalidad delictiva de carácter sexual en la agresión y eso provocará –asegura el CGPJ- que muchos abusos quedarán impunes: ningún juez puede entender que es lo mismo una violación que otras formas distintas de acoso.

Dicho esto. La ministra Irene Montero podría ahora admitir su error, reformular su propuesta y volver a liderar un proyecto de ley más sensato. Mucho me temo que no a va a ser así. Precisamente por lo que digo más arriba: a Irene Montero le cuesta admitir que se ha equivocado y mucho me temo que no lo va a hacer ahora. Una pena. Con lo bueno que es fracasar…

Más en twitter: @javierfumero

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