Javier Fumero

Jalogüín en mi nombre, no

Calabazas con luces en su interior preparadas para la fiesta de Halloween
Calabazas decorativas, con luces en su interior, distribuidas en la calle para la fiesta de Halloween

Oí contar el otro día que hay un movimiento discreto pero real de oposición ciudadana al desembarco de esa cosa llamada Jalogüín (Halloween, en inglés) en nuestra España. Y me parece muy bien. Porque ha sido sorprendente asistir todos estos años a la popularización, con estrictos fines comerciales, de una fiesta con nula tradición en nuestro país. Nula.

Aquí nadie sabía nada, hasta el empeño de quienes buscan cualquier excusa para vender más, de esos niños o no tan niños deambulando por las calles disfrazados de brujas, asesinos, esqueletos, dráculas o demonios. Salvo en Carnavales, donde uno se viste desde tiempo inmemorial de cualquier cosa singular o graciosa, esa suerte de culto al terror lo que provoca es repelús, rechazo.

Un servidor no sabe bien todavía el origen y significado de ese “truco o trato” que he visto en alguna serie o película. Pero no voy a hacer nada por salir de esa ignorancia culpable, porque la cuestión no me interesa ni un poquito, la verdad. Me resulta ajena. Lo mismo que la fiesta de los muertos de México, por cierto, tan morbosa y lejana para el que esto escribe.

Lo que me llama la atención es el rechazo que en algunos sectores provoca distribuir belenes y nacimientos con las figuras de la Sagrada Familia por lugares públicos del país mientras decoran estos días oficinas, escaparates y centros sociales con telarañas y calabazas con ojos, boca y nariz labrados en su cáscara.

No sé si ustedes recordarán el colmo del absurdo de aquellas Navidades cuando Alberto Ruíz Gallardón aprobó la sugerencia de aquella supergüay concejala llamada Alicia Moreno y llenó Madrid de palabras inspiradoras de una Navidad laica: “serpentina”, “lujuria”, “abeto”, “cachondeo”… decoraban las calles de la capital. O cuando más recientemente Manuela Carmena convirtió la cabalgata de Reyes en un desfile del Carnaval, con música tecno, luces de neón y sus majestades vestidas de rumberos.

Dicen que la calle es de todos y la vida pública debe permanecer limpia del polvo y la paja de Dios. Pero eso ya es un posicionamiento, un ataque a los que somos creyentes. Yo soy un laicista convencido, es decir, me repugna pensar en una sociedad que mezcle Estado y religión, en un gobierno promulgando leyes a favor de la asistencia a misa, por ejemplo, o que obligara a adorar a un Dios determinado o a vivir unas devociones concretas. No.

Pero la religión ofrece al hombre una visión omnicomprensiva que se extiende, con respeto a los que no creen en nada, a la calle. Para quienes defienden los valores fundamentales de la fe, estos deben manifestarse también públicamente. Insisto: sin imponer nada a nadie. Como hacen estos días los que cuelgan esas calaveras y arañas de lo más ridículas. No me ofenden y respeto al que las pone, pero hacerlo en España me parece una majadería. Ni más ni menos. Pero allá cada cuál.

Más en twitter: @javierfumero

 
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