Quíteme la mano de las cuerdas vocales

"Realmente aquí sólo se acepta el diálogo con los indiferentes, con los escépticos o con los cínicos. Esos no dan guerra, no son peligrosos"

El otro día me entretuve en una librería ojeando una obra que llevaba por título ‘El derecho a disentir’, firmado por un tal Mauricio Wiesenthal. Me atrajo mucho el encabezado en estos tiempos de vena hinchada, bocinazos, crispación y pensamiento único.

Al final, el libro no me sedujo lo suficiente para comprarlo. Era una colección de escritos sueltos sobre la cultura como elemento imprescindible para generar libertad e igualdad entre las personas, como motor de humanización para quienes cultivan el espíritu, un libro sobre la vieja Europa y los mejores antídotos contra el totalitarismo.

Me llama la atención cómo una de las generaciones más contrarias a la opresión y el absolutismo se comporte de forma tan intolerante con quienes piensan distinto. No soportan la discrepancia, les saca de sus casillas. Se ponen como locos y, si por ellos fuera, te cortarían las cuerdas vocales. Ojo: por el bien de la sociedad, ¿eh? Para limpiar de suciedad el saloncito, no sería nada personal.

Me temo que el problema de fondo sigue siendo la falta de amor por la verdad. Hay demasiada testosterona en las conversaciones y poco razonamiento. No hay interés por descubrir si el otro me puede enriquecer, incluso sacar del error. ¿Yo en el error? Vamos, hombre. Eso es de mojigatos.

Sin embargo, un dialogo racional sólo tiene sentido si una de las partes busca la verdad. Si no existe una verdad sobre las cosas, no merece la pena pensar y la convivencia se fundará exclusivamente en la fuerza para imponer una opción. Y eso es una aberración, como ha demostrado la historia.

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Hay quienes intentan pasar por demócratas pero en cada tuit se les escapa el pequeño déspota que llevan dentro. No les interesa la verdad sino la victoria, aunque estén confundidos. Estaremos confundidos pero hemos ganado. Y tú, te callas. Es la designación de la verdad por consenso, a mano alzada, un relativismo como otro cualquiera.

Por eso, no entienden que alguien discrepe. No lo aceptan. Lo llaman cavernícola, extremista, hooligan, fanático, ultra. El que pierde en unas votaciones o está en el lado equivocado de un parlamento, el que no tiene el prurito de una supuesta mayoría social, se tiene que callar o esconder, no tiene razón, se equivoca. Como se puede constatar, no se razona, se empuja.

Realmente aquí sólo se acepta el diálogo con los indiferentes, con los escépticos o con los cínicos. Esos no dan guerra, no son peligrosos. Pero todo el que se atreva a defender sus propias convicciones será perseguido implacablemente.

Esto no puede ser. Los españoles tienen derecho a discrepar y a que no se les acuse de delincuentes, totalitarios o fundamentalistas cuando defienden legítimamente sus ideas. Hasta ahí podíamos llegar.

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