José Apezarena

¡Muera la excelencia!

Sólo cinco autonomías, todas ellas gobernadas por el PP (Madrid, Comunidad Valenciana, La Rioja, Murcia y Galicia), pondrán en marcha la evaluación externa a los alumnos de sexto de primaria (11 y 12 años) fijada por la LOMCE.

A la cabeza de la rebelión, las regiones gobernadas por el PSOE, con Andalucía en primera posición, que, al contrario, apuestan por acogerse a la evaluación continuada, sin exámenes, y por emplear a los docentes de los propios alumnos en lugar de profesores externos.

Como resultado, el 70% de los estudiantes de este país no realizarán las pruebas.

De entrada y como principio, resulta bastante anómalo que las leyes, en este caso una orgánica, no se cumplan. No parece buen síntoma. Ni aconsejable precedente de cara al futuro. Porque, además, en las autonomías que sí la apliquen, la confederación de padres de alumnos de centros públicos ha promovido un boicot consistente en que los días de las pruebas no lleven a sus hijos a clase.

Aparte razones de oportunismo partidista y al margen de intenciones políticas, que las hay, y muy evidentes, ¿cuáles son los argumentos principales para declararse en rebeldía? Uno de ellos, el supuesto trauma psicológico que puedan sufrir los chicos y chicas por someterse a la evaluación. Otro, que, si se difunden los resultados de las pruebas por colegios, se establezca un ranking de centros en el que por delante aparezcan aquellos que resulten mejor parados y por detrás lo que salgan peor.

Pienso que la oposición a cualquier prueba exigente no parece el mejor entrenamiento de cara a una futura trayectoria profesional, y menos aún en un contexto tan competitivo como el actual. Por contraste, aún recuerdo los exámenes de ingreso de Bachillerato que se realizaban años atrás con alumnos de 10 años, la reválida de Cuarto, la reválida de Sexto... que, visto lo visto, no resultaron tan destructores. Más bien al contrario.

Como un trasfondo más a la campaña contra la prueba fijada en la LOMCE aparece también la obsesión por un igualitarismo radical, que se traduce en la oposición a que se establezca cualquier diferencia, sea entre personas (en este caso, los alumnos), sea entre instituciones sociales (los centros de enseñanza), olvidando que, siendo un valor primario, la igualdad, llevada al extremo, conduce a la injusticia y a la ineficacia, al desperdicio de valores y talentos, y con ello a la frustración.

Porque, si dan lo mismo las capacidades y los resultados, al final lo que se produce es la renuncia al esfuerzo y una estéril igualación por abajo. Sin olvidar que, en tantos casos, con ello se cierra el camino a los más capacitados pero menos favorecidos socialmente, lo cual constituye una tremenda injusticia.

La estigmatización de la excelencia es una enfermedad que padecen amplios sectores sociales y políticos de este país. Lamentablemente.

 

Y no sé por qué, aunque sí tiene alguna relación, me viene a la memoria el famoso incidente entre Miguel de Unamuno y Millán-Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, y el tremendo grito atribuido a este último "Muera la inteligencia". Traducido aquí en ¡Muera la excelencia!

editor@elconfidencialdigital.com

En Twitter @JoseApezarena

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