José Apezarena

Acabar (de una vez por todas) con el Estado de las Autonomías

José Luis Escrivá

En 1967, Cyril Northcote Parkinson y Osbert Lancaster publicaron “Al Patrimonio por el Matrimonio: (tercera ley de Parkinson)”, un libro humorístico que proclama que el deber de todo buen ingles joven es buscar una mujer con dinero, casarse con ella y así mejorar su posición. Y daban reglas para conseguir ese ventajoso matrimonio, aunque el camino era arduo y largo.

A propósito del patrimonio, quiero decir el impuesto del patrimonio, se ha montado una buena trifulca después de que el presidente andaluz, Juanma Moreno, anunciara la supresión de dicha tasa.

La decisión ha puesto de los nervios al entorno del Gobierno, y en general a las izquierdas, que se han dedicado a repetir que Moreno Bonilla bonifica a los ricos de Andalucía, porque la medida afecta solo al 0,2% de los contribuyentes de la región, unos 20.000 con rentas altas.

A propósito de tan crispada reacción, leía yo: Si se aplican los mismos criterios de Pedro Sánchez hacia las empresas energéticas -“si se enfadan tanto es que lo estamos haciendo bien”- habría que concluir que la decisión del presidente de la Junta de Andalucía ha sido un rotundo acierto, y así tendrían que admitirlo los socialistas y sus socios políticos y mediáticos.

Aparte de la contradicción del doble abono que supone dicha tasa, ya que se paga por unos bienes cuando se adquieren y se vuelve a pagar por poseerlos, los expertos afirman que, desde el punto de vista macro, el impuesto del patrimonio presenta escaso interés, ya que con él se recaudan 1.500 millones, una minucia si se compara con los 95.000 millones del IRPF. Algunos han llegado a calificarlo de “calderilla fiscal”.

Un dato más. Ningún país de la Unión Europea mantiene ese impuesto, y en Europa solamente existe en Suiza y Noruega.

Casi como reacción-rabieta, el Gobierno ha anunciado un “impuesto a los ricos”, a las grandes fortunas. Aparte del gesto, veremos qué consigue con ello, porque ha alardeado durante la legislatura de subir impuestos a las multinacionales y a los más ricos, pero solo está recaudando un 2% más de las empresas y un 0,5% más de los que más ganan.

No ha quedado ahí la cosa. El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, ha armado la parda con su propuesta de una recentralización. Es decir, devolver al Estado atribuciones fiscales que ahora están conferidas a las Comunidades Autónomas.

Un terreno minado, sin duda, y un posicionamiento muy propio de la figura del ministro, un personaje más técnico que ideológico, que tiene fama de decir lo que piensa, y que, por eso mismo, muchas veces el Gobierno ha tenido que salir a apagar los fuegos que provoca. Inmediatamente, la portavoz se apresuró a recalcar que solamente era “una opinión personal del ministro”.

 

Isabel Díaz Ayuso ha anunciado que recortará el IRPF de acuerdo con la inflación, que concederá beneficios fiscales para vivienda y educación, y que aprobará otros guiños tributarios.

Las sucesivas bajadas de impuestos en Madrid han despertado los celos del resto de autonomías, que le acusan de dumping, de competencia desleal.

Sobre el efecto de atracción para grandes fortunas que puede representar la supresión del patrimonio en Andalucía, los expertos coinciden en que la medida es “más efectista que eficaz”, y consideran dudoso que alguien cambie su domicilio fiscal simplemente por la eliminación del impuesto. Por cierto, que, hablando de ‘ricos’ y de invitaciones a emigrar a territorios baratos, el 40% de los ingresos por patrimonio se contabilizan hoy en Cataluña.

Al ministro Escrivá, y a las comunidades crispadas cabría hacer una pregunta muy sencilla: ¿creemos o no creemos en el Estado autonómico? Si nuestra apuesta camina en la línea de lo que marca la Constitución, habrá que asumir que los distintos territorios pueden adoptar las medidas económicas y fiscales que consideren convenientes.

¿No insistía tanto el presidente Sánchez en la cogobernanza? Pues una manifestación es dejar que las autonomías se autogobiernen también.

Repito. ¿Apostamos o no por el autonomismo, con todas sus consecuencia? Porque la alternativa es poner fin a ese modelo. Recentralizar, que diría Escrivá.

Esa tentación no es nueva. En junio de 1982, el Congreso aprobó la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, conocida como LOAPA, pactada por PSOE y UCD, para fijar que las normas estatales priman sobre las autonómicas en las competencias que la Constitución atribuye al Ejecutivo.

Cincuenta diputados nacionalistas y los gobiernos y parlamentos de Cataluña y País Vasco interpusieron recurso previo de inconstitucionalidad, mecanismo que permitía suspender la tramitación de una ley orgánica, y el Tribunal Constitucional, en una sentencia histórica, anuló 14 artículos de la ley.

Entre otros, echó por tierra el precepto más rompedor, que recogía que las normas que el Estado dicte en el ejercicio de las competencias que le reconoce la Constitución «prevalecerán sobre las normas de las comunidades autónomas». Se declaró inconstitucional, en fin, la interferencia del Estado en la potestad legislativa de las autonomías.

La pregunta sigue en pie. ¿Creemos en el estado autonómico?

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