José Apezarena

El día que Zapatero resucitó el independentismo catalán

José Luis Rodríguez Zapatero.
José Luis Rodríguez Zapatero.

La polémica por la aprobación de los indultos a los presos independentistas catalanes, ha llevado a Gobierno, PSOE, medios de comunicación ‘amigos’ y opinadores próximos, a realizar un ímprobo esfuerzo por culpabilizar al Partido Popular del “conflicto catalán”, y más en concreto de los sucesos del 1-O.

Se insiste, por ejemplo, en el mantra de que el golpe secesionista de 2017 “se lo dieron” al PP, al que se acusa de inactividad antes y de no haber sabido ponerle remedio durante y después.

Al mismo tiempo, desde esos ámbitos se está procediendo a reescribir la historia del “conflicto”. Eso sí, olvidando algunos de los principales episodios: los que han protagonizado sucesivos dirigentes socialistas.

A ese respecto, Vicente de la Quintana, escritor y colaborador de FAES, acaba de publicar un análisis sobre el devenir reciente del problema catalán, del que recojo algunos aspectos, que van a continuación.

Hasta que, en 2003, comenzó a tramitarse el Estatut, PP y PSOE, los partidos vertebrales del sistema, acotaban la tensión nacionalista con el mismo método: pactar con ellos sólo la gobernabilidad. Pactaban programas, pero no la configuración del Estado.

Eso cambió con José Luis Rodríguez Zapatero, que vendió el alma nacional del PSOE a cambio de garantizarse el poder, mediante una alianza permanente con el nacionalismo. Se concretó por ejemplo en el Pacto del Tinell, que mandataba “el establecimiento de un marco legal donde se reconozca y desarrolle el carácter plurinacional, pluricultural y plurilingüístico del Estado”.

En una entrevista concedida en abril de 2006, a la pregunta “¿Se sentirá responsable si dentro de 10 años Cataluña inicia un proceso de ruptura con el Estado?”, Zapatero contestó: “Dentro de 10 años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted yo lo viviremos”.

Sin embargo, diez años después, en 2016, el procés llevaba cuatro en marcha, y al año siguiente desembocaba en una abierta sedición. Hoy, Zapatero es uno de los apoyos más firmes con los que cuenta la agenda ‘sanchista’.

Los promotores del nuevo Estatut eran conscientes de que estaban rebasando el marco constitucional. Maragall confesó en 2007 que "tal vez, hubiera sido mejor concentrarse en la modificación del artículo 2 de la Constitución", con lo que reconocía que el Estatuto no cabía en la Carta Magna.

 

El PP interpuso recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut, lo que le valió el reproche de “fabricar independentistas”. Uno de los primeros acusadores fue José Montilla, al encabezar, siendo presidente autonómico, una manifestación contra el Tribunal Constitucional por la sentencia de 2010 contra el Estatut.

Montilla advirtió de “los riesgos de fomentar el independentismo”, cuando él había gobernado siete años con independentistas. No le sirvió de nada ponerse enfrente del TC para evitar que los secesionistas corrieran tras él: salió de la manifestación protegido por la policía.

El programa del PSOE sobre reforma territorial para las primeras elecciones generales de 2019 se remitía a la Declaración de Granada de 2013 y a la Declaración de Barcelona de 2017.

En Granada se propuso una reforma constitucional “en sentido federal”. En Barcelona, debido a un compromiso entre PSC y PSOE, se atacó sin tapujos la sentencia del TC sobre el Estatut, abogando por una transformación que “debe culminar en una profunda reforma federal, que permita aunar un profundo autogobierno de las entidades territoriales con la unidad de España y el mejor reconocimiento de la realidad plurinacional de nuestro país.”

Esa reforma constitucional contemplaba cuatro grandes cuestiones: 1) El reconocimiento “de las aspiraciones nacionales de Cataluña”. 2) Unas nuevas reglas para el reparto competencial “que mejoren el autogobierno catalán”. 3) Un acuerdo sobre financiación autonómica. 4) Un Senado federal.

Proponía “recoger en la Constitución las facultades concretas del Estado en las distintas materias competenciales, de la forma más precisa posible, y establecer que todo lo no atribuido al Estado por la Constitución es de competencia autonómica”. Es decir, ignorar los límites establecidos por el TC en su sentencia sobre el Estatut, y consagrar constitucionalmente un Estado “residual”.

También defendía reconocer “las singularidades de los distintos territorios en sus propios Estatutos de Autonomía. Se aspira a una definición más precisa de los aspectos identitarios, históricos, culturales, políticos y lingüísticos”. Como si el problema consistiera en un insuficiente reconocimiento identitario; como si la Constitución del 78 se quedara corta en este aspecto.

Una Constitución que organizó un modelo territorial abierto. Que reconoce, dentro de la unidad, la asimetría foral, las lenguas propias. Que ha descentralizado políticamente el Estado hasta el extremo. ¿Cuál ha sido la respuesta del nacionalismo?: una minuciosa deslealtad, que acaba concretándose en forma de golpe al Estado.

Una reforma constitucional en esos términos, y con las mayorías actuales y las que pueden preverse, es impracticable. Sin embargo, el ministro de Justicia habla de “crisis constituyente”, y el actual de Política Territorial aludía, hace no tanto, al umbral de apoyo independentista (65%) que exigiría “encauzarlo democráticamente”, precisando que "primero debe haber un acuerdo en el Parlamento y luego, la votación de la ciudadanía". Pedía a los independentistas aplazar “entre diez y quince años” la convocatoria de un referéndum, ya que aún “no hay en España una mayoría que respalde que el derecho de autodeterminación sea incluido en la Constitución”.

Es decir, el principal ideólogo del socialismo sanchista para la ‘cuestión territorial’ ya tiene asumidos los porcentajes y los tiempos para un eventual referéndum de autodeterminación.

Nada más llegar al Gobierno, Sánchez propuso “un referéndum por el autogobierno, no por la autodeterminación”. En una entrevista en la Cadena Ser, defendía que los catalanes “voten un nuevo Estatut”. Y, poco después, Meritxell Batet habló en el Congreso de recuperar los catorce preceptos anulados por el TC.

Uno de esos artículos establece un poder judicial independiente (el Consejo de Justicia de Cataluña). Si se restableciera, una nueva intentona golpista podría ser enjuiciada por magistrados nombrados por los propios golpistas.

En suma, lo que, desde hace varios años, el PSOE vende como “soluciones” al desafío secesionista, o suponen cambios de modelo que desbordan el marco constitucional, o conceden al cuerpo electoral catalán facultades de decisión sobre lo que afecta a todos, “fabricando” así españoles de primera y de segunda (curiosamente, los de primera, recompensados por no sentirse demasiado españoles); o suponen, en fin, caminar con más o menos anestesia hacia la celebración de un referéndum de autodeterminación pactado y camuflado.

Sánchez utilizó en el Liceo como leit motiv un verso de Miquel Mari i Pol: “I som on som”, “Y estamos donde estamos”. Hace dieciséis años, en marzo de 2005, José María Benegas, en unas jornadas organizadas en Sigüenza, no tuvo reparos en decirle a su partido “dónde estábamos” entonces, y hasta dónde podían subir las aguas si se apostaba por abrir alegremente las esclusas.

Merece reproducir por extenso su intervención: “En estos momentos, más que el grado de competencias o sobre las posibles nuevas competencias que habría que transferir a las Comunidades Autónomas, estamos debatiendo, de nuevo, el modelo: si España es una nación de naciones, si una determinada Comunidad Autónoma es una comunidad nacional, o si cabe dentro de la Constitución un estatus de libre asociación para determinadas comunidades (…)

Si hacemos esto, seamos conscientes de que estamos en un debate correspondiente a un periodo constituyente; porque el modelo -sobre todo si postulamos que no se reformará el art. 2 CE- es bastante claro, pues el término de nación queda reservado para España, que a su vez queda integrada por nacionalidades y regiones con derecho al autogobierno (…)

“A mi juicio no se puede decir que España sea una nación de naciones en el sentido de que España sea un ‘primus inter pares’ dentro de un conjunto de naciones que existen también en el mismo territorio (…) Este no es un debate nominalista, secundario, más o menos irrelevante porque afecta al ámbito de la soberanía, a la regulación del derecho al autogobierno y a la atribución con carácter exclusivo de un marco estatal a la nación española (…) ¿Cuál es el problema de un nacionalismo reivindicativo si hacemos la concesión de la denominación nación? Que hoy se sentirán nación, pero mañana plantearán que toda nación por su propia naturaleza requiere un Estado”.

Desde entonces, el PSOE ha insistido en presentarse como una suerte de “tercera vía” entre el secesionismo y un supuesto “inmovilismo” del PP.

Ahora presume de su lealtad al Gobierno en la crisis de 2017. Pero en la Declaración de Barcelona partía de un diagnóstico de las relaciones entre “Cataluña y España” que el PP y el Tribunal Constitucional en su Sentencia de 2010 habrían acabado por malbaratar, dando inicio al proceso secesionista: “Desde hace más de 500 años las historias (en plural) de Cataluña y España están entrelazadas”. Y, tras una breve mención a la Transición, la Declaración alude a la aprobación del Estatut en 2006, como punto de inflexión: “Para superar el enfrentamiento entre el inmovilismo del Gobierno central y la deriva independentista unilateral es necesario abrir un nuevo escenario de diálogo y propuestas concretas que, como es sabido, en nuestra opinión, debe culminar en una profunda reforma federal, que permita aunar un profundo autogobierno de las entidades territoriales con la unidad de España y el mejor reconocimiento de la realidad plurinacional de nuestro país.”

La propuesta ni siquiera tiene nada que ver con un esquema federal auténtico. Si de lo que se trata es de rebajar la presión secesionista satisfaciendo homeopáticamente parte de sus pretensiones, la vía socialista simplemente supone la deconstrucción confederal del Estado.

Desde entonces, el PSOE no ha dejado de confirmar la relación feudal de vasallaje que mantiene con el PSC, como fórmula exportable de la estructura orgánica del partido a la estructura territorial del Estado. Conviene saberlo para calibrar el significado auténtico del “liderazgo” de la “nueva Cataluña” en la “nueva España” a que se refirió Sánchez en el Liceo. Porque supone consagrar irreversiblemente todo lo que el PSC cree que le permitiría recuperar en Cataluña su condición de alternativa como nacionalismo blando: las desigualdades ‘diferenciales’, la inmersión lingüística, y la ‘ordinalidad’ en la financiación.

En un libro-entrevista que acaba de publicarse (pág. 69), Jordi Pujol invoca el “apaño” como fórmula salvadora. No puede extrañar que lo haga, cuando el socialismo gobernante lleva elaborando desde hace quince años todo un catálogo.

Hemos descrito unos cuantos de esos posibles “apaños” más o menos discernibles tras la “agenda del reencuentro”. Caben otros que se quieran improvisar entre toneladas de propaganda. Con este Gobierno eso es todo lo que podemos esperar: apaños, no soluciones.

La irresponsabilidad del secesionismo ha consumado ya la fractura de la sociedad catalana. Un Gobierno de España con sentido de su responsabilidad histórica atendería a restañar esa fractura que divide entre sí a los catalanes. Cataluña ya está rota. Romper España no va a recomponerla.

Vicente de la Quintana concluye. Nadie puede ofrecer soluciones mágicas para recuperar la convivencia dañada entre catalanes, que es la que hay que restaurar. Desde el respeto a la ley, un Gobierno español consciente de su responsabilidad mantendría un diálogo constante en primer lugar con aquellos sectores de la sociedad catalana que se han visto históricamente postergados como consecuencia de un control social, político y cultural que hacía de la parte nacionalista de la sociedad catalana el único interlocutor válido con el poder central.

Por pura equidad, pero también para no regalarle más incentivos al nacionalismo, lo prioritario sería escuchar a los que no han sido nunca escuchados. Los que no son invitados nunca a los manteles donde se cotizan las influencias. Esos que todavía son mayoría, silenciosa o no. Los que no frecuentan el Puente Aéreo porque ellos mismos son cabeza de puente. Los que no existen ni para la Generalidad ni para ‘Madrid’, porque no tienen ningún chantaje que blandir.

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