José Apezarena

La mala cara de Albert Rivera

No sé qué le pasa, porque no me lo esperaba. Tengo de Albert Rivera un buen concepto como hábil polemista y debatidor experimentado. Lo ha demostrado repetidamente estos años, en ruedas de prensa, televisiones y foros. Y, sin embargo, estos días no le he visto nada bien en los dos plenos (fallidos) de investidura.

Ya la primera jornada se mostró serio, preocupado, tenso, pálido, casi demacrado. Pensé que se debía a que se trataba del estreno, al hecho de ser la primera sesión plenaria en la que participaba e intervenía. Pero se repitió en el segundo pleno.

Le vi incómodo y desazonado mientras permaneció escuchando, en el escaño, pero ocurrió algo semejante cuando subió a la tribuna: agarrotado, precipitado, demasiado serio, con un cierto rictus en el rostro.

Para entender lo que estoy diciendo, baste comparar con la actitud y compostura de Pablo Iglesias durante sus parlamentos. Excesos infantiles y tics de asamblea de facultad al margen, el líder de Podemos se movió a sus anchas: cómodo, relajado, dominando la situación, hasta, por así decirlo, pasándolo bien. Como digo, al contrario de lo que traslució el líder de Ciudadanos.

Como creo que tal situación no podría deberse a un temor reverencial al escenario, es decir por encontrarse en la sede de la soberanía nacional, ni tampoco a una desconfianza en sus propias capacidades oratorias, tengo que concluir que la inquietud y el nerviosismo que traslucía Albert Rivera están relacionados más bien con la posición política con que llegó al Congreso, y en la que permanece. O sea, por el pacto de legislatura que ha firmado con Pedro Sánchez.

O no las tiene todas consigo respecto a su actual socio y no acaba de sentirse cómodo a su lado. O bien no tiene tan claro que, con esa alianza, haya dado el paso conveniente.

En cuanto a lo primero, bien pronto comprobó Rivera la existencia de jugadas ocultas, al constatar que su compañero Sánchez omitía, en el discurso de investidura, la supresión de las diputaciones. Y eso sin dar explicación alguna. Un supuesto olvido que, por cierto, se ha vuelto a repetir en el segundo pleno: el candidato no ha hablado para nada de las diputaciones. Y tal vez tenga algo que ver en ello las resistencias de la andaluza Susana Díaz.

Y sobre lo segundo, Albert Rivera sabe que una porción de los que le votaron en diciembre se encuentran estupefactos al ver al líder de Ciudadanos trabajando para hacer presidente del Gobierno al secretario general del PSOE. Me refiero a los muchos ciudadanos que, habiendo sido votantes del PP, decidieron cambiar de bando pero siguen pensando igual o parecido. Y que no se sienten muy complacidos pensando que su voto pueda llevar a Pedro Sánchez a La Moncloa.

La coyuntura no parece favorable a Rivera porque los dos partidos que firmaron el pacto dicen ahora que negociarán juntos, unidos, en bloque, con cualquier posible socio de futuro. Es decir, que Ciudadanos renuncia a la posición inicial de ser el intermediario perfecto, aquel que, por su talante, historia y condición, puede hablar con unos y con otros, a la búsqueda de esos amplios acuerdos que fundamenten  la mayoría parlamentaria requerida.

 

Si cumplen el anuncio, eso significará, a estas alturas de la película, que Podemos no aceptará negociaciones en las que aparezca Ciudadanos como protagonista. Y que el PP no asumirá que le presenten, como requisito para hablar, el trágala de un inamovible pacto ya firmado y rubricado por sus dos promotores. O sea, conduce al bloqueo.

Y, si la operación investidura sale mal, si fracasa y hay que ir a nuevas elecciones, uno de sus principales protagonistas y muñidores, Ciudadanos, puede pagarlo caro. A nivel interno y entre quienes les han prestado el voto. En tal escenario, se entiende la mala cara de Albert Rivera.

editor@elconfidencialdigital.com

En Twitter @JoseApezarena

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