José Apezarena

El penoso declive de un gran rey

El rey Juan Carlos y Adolfo Suárez, en el jardín de la la casa del fallecido presidente del Gobierno.
El rey Juan Carlos y Adolfo Suárez, en el jardín de la la casa del fallecido presidente del Gobierno.

Acabe como acabe el affaire de las cuentas de don Juan Carlos, el daño, por así decirlo ya está hecho.

Este es un país que, en cuanto alguien aparece bajo los focos de la Justicia, queda condenado sin remedio, antes de que se abra siquiera un sumario, y por supuesto antes de que exista una decisión de los tribunales. Es el veredicto del pueblo, una aplicación del penoso razonamiento del “algo habrá hecho”.

Lo de la presunción de inocencia, que recientemente reclamé en estas páginas para el rey emérito (como para todos), sigue siendo una entelequia. Nadie va a esperar a que las cosas queden claras judicialmente. La condena está dictada.

Y me parece una pena. Por su persona, por la monarquía como tal, y también por este país, cuyo nombre y prestigio estarán hoy rodando en medios de comunicación del mundo entero.

Don Juan Carlos, como monarca, ha sido un gran rey. Ahí están los éxitos de la transición a la democracia y el periodo más próspero y fecundo de este país desde hace siglos, en el que ha tenido un protagonismo principal.

Don Juan Carlos habría pasado a la historia, sin ninguna duda. Pero eso ahora seguramente ya no ocurrirá. O pasará por otros motivos.

No me cabe en la cabeza cómo es posible que don Juan Carlos, que tantas pruebas dio, durante años, de olfato, instinto e intuición, y hasta sabiduría política, no vio venir todo lo que ahora le rodea.

Desde que estalló el problema, ha ido tomando decisiones sucesivas para intentar desmarcar al actual rey de cualquier escándalo. Hace un año se retiró de la presencia institucional, y ahora ha decidido abandonar España, para no poner más palos en las ruedas de su hijo.

La ausencia aliviará algo la presión, por supuesto, pero en realidad no resuelve nada. Todo sigue pendiente de aclaración definitiva.

 

Imagino que son momentos de enorme amargura para don Juan Carlos, que ve desmoronarse sin remedio su legado político. Pero también para su hijo, el actual rey.

Felipe VI tuvo el arranque de cortar drásticamente con su hermana Cristina cuando estalló el caso Nóos, y ahora está cortando con su padre. Ya lo dejó fuera de los presupuestos de la Casa y ahora, estoy seguro, ha intervenido también en la decisión de su padre de abandonar el país.

Don Juan Carlos se va de España no por un derrocamiento sino por quitar presión a su hijo.

Si hubiera que buscar antecedentes de un abandono parecido, quizá se podría recordar el caso de la infanta Eulalia, tía de Alfonso XIII, a la que el rey mandó al exilio por el escándalo de que ella se divorciara de Antonio de Orleans. Eran otras circunstancias, pero aquello ocurrió.

El exilio voluntario que acaba de anunciarse es solo un paso. Quedan pendientes otros asuntos destacados, como la conservación por don Juan Carlos de los derechos al trono, que, aunque parezca paradójico, los tiene y están vigentes.

Ocupa el puesto número tres en la sucesión, detrás de la princesa Leonor y de la infanta Sofía. De forma que si, por un imposible, fallecieran don Felipe y sus hijas, él volvería a ser rey. Se trata de una opción casi increíble, pero es real.

El adiós, temporal, a España posiblemente aliviará las cosas. Y evitará que desde el Gobierno sigan enredando y presionando. Pero esto no ha terminado.

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