José Apezarena

La peor injusticia: morir abandonados y solos

Personal sanitario equipado para hacer frente al coronavirus.
Personal sanitario equipado para hacer frente al coronavirus

La crisis del coronavirus está siendo comparada con la tristemente famosa pandemia de 1918-1919, llamada entonces “gripe española”, que causó la muerte de más de cincuenta millones de personas en todo el mundo.

Se trataba de una mortal infección de la que entonces apenas se habló, porque algunos gobiernos, implicados en la Primera Guerra Mundial, lo mantuvieron en silencio para no “desmoralizar” a las tropas que se encontraban combatiendo. Gran número de víctimas fueron jóvenes soldados.

Esa epidemia precisamente acabó con la vida de dos de los tres pastorcitos portugueses que, entre mayo y octubre de 1917, vieron a la Virgen en Fátima, Lucia, Francisco y Jacinta. Francisco falleció por esa gripe en abril de 1919, Jacinta casi un año después, en febrero de 1920.

En el caso de esta última, la Señora le anunció que, después de sufrir mucho, moriría sola, como así ocurrió, en un hospital de Lisboa.

Esa muerte en soledad me viene a la cabeza, con mucha pena, no exenta de indignación, ante las numerosas noticias de personas mayores que acaban falleciendo a decenas en los hospitales en la más completa soledad.

Unas personas que, en tantos casos, han sufrido la suma de todas las injusticias: el dolor de que, después de toda una vida de trabajo, en la que han estado pagando durante años y años impuestos y seguridades sociales, al final, cuando más lo necesitan, se encuentran con que les dejan tirados.

No lo queremos ver, se habla poco de eso, pero ocurre que se está dejando morir sin más a los viejos. Se les condena con una frialdad y despego crueles, disfrazadas de criterio médico y de racionalidad de recursos. Sin remordimientos ni piedad.

Les dicen que no les pueden atender, y los depositan en una sala, solos, abandonados, hasta que les llega la última hora. Sin nadie a su lado. Desolador.

Condenados a morir poco menos que como perros abandonados.

 

Ya sé que la expresión resulta demasiado cruda. Y quizá hasta desconsiderada con los afectados. Pero es la que al final se me ha ido imponiendo. Si alguien se siente ofendido, pido de antemano disculpas. No es mi intención faltar, sino, por el contrario, denunciar algo que me parece insufrible.

Desde pequeño, hemos tenido en mi familia perros, que han resultado siempre gratos acompañantes. Las historias que conservamos de uno y de otro, con sus nombres y razas, son, hoy todavía, entrañables.

Pues en aquella época, me contaron que los perros, cuando sienten que van a morir, se marchan, huyen de la casa, para ahorrar a los dueños el triste espectáculo de su final.

No sé qué hay de cierto en esa historia, pero en algún caso así ocurrió realmente con alguno de esos animales familiares: ya muy viejo y decrépito, un día desaparecía, se iba, y nunca más volvíamos a verlo.

Solos y abandonados se deja morir a los ancianos en esta España nuestra. Y estamos mirando a otro lado.

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