José Apezarena

Psicópatas en el poder

Palacio de la Moncloa.
Palacio de la Moncloa.

He leído con interés un artículo que acaba de publicar Fernando del Pino Calvo-Sotelo en Expansión, titulado "Psicópatas, poder político y Estado de derecho", que me parece puede tener alguna aplicación al actual momento que vive nuestro país.

Así que, aun con riesgo de ser demasiado largo, voy a hacerme eco de algunas de las ideas que expresa. A partir de aquí, lo que se dice corresponde, resumidamente, al citado artículo.

Para preservar nuestra libertad no basta con votar cada cierto tiempo. Las democracias degeneran en tiranías por la falta de escrúpulos de los demagogos, que aparecen en los sistemas en decadencia, y porque el ciudadano se acomoda y olvida que el poder supone siempre una amenaza latente para su libertad, pues tiende a destruir la moral y la capacidad de juicio de quien lo ejerce.

Quizá el descubrimiento más inquietante de los psicólogos es la evidencia de que el poder hace a las personas más proclives a actuar como sociópatas. La sociopatía es un caso particular del trastorno de personalidad antisocial. Y, así como la potencia corrosiva del poder sobre el ser humano es prácticamente universal, la psicopatía es mucho más minoritaria y mucho más peligrosa para el bien común.

El poder político atrae al psicópata. Aunque muchos políticos son mentirosos a secas sin ser forzosamente psicópatas, la política es un medio fantástico para que se desarrollen los psicópatas.

Evidentemente, la inmensa mayoría de las personas que se dedican a la política son perfectamente normales, y muchos tienen vocación de servicio, pero, dado que los psicópatas tienen una necesidad hipertrófica de poder y prestigio, son especialmente atraídos por la actividad que más poder permite ejercer y que, además, paradójicamente, menos requisitos objetivos (morales o profesionales) exige para ejercerlo.

Por tanto, si la política es el ambiente ideal para el psicópata, el ciudadano guardián de su propia libertad estará siempre atento al comportamiento de los gobernantes, para identificar los signos de psicopatía.

Por ejemplo, el psicópata tiene una tendencia patológica a mentir sin escrúpulos, con mentiras muchas veces patentes, exageradas y burdas. Rompe promesas flagrantemente y practica el victimismo para justificarse. El abuso de la mentira confunde a sus interlocutores, incapaces de comprender que no están ante una persona normal.

Asimismo, todos los psicópatas son narcisistas, con un falso complejo de superioridad que manifiesta una gran irritabilidad cuando es contrariado, por lo que puede exhibir un lenguaje corporal de clara violencia contenida (por ejemplo, cambiándole el gesto de forma repentina).

 

Carece de capacidad para obedecer leyes y normas morales, pues define el bien sencillamente como aquello que le beneficia y el mal como aquello que le impide hacer su voluntad. No tiene empatía y considera que los límites éticos son una incomprensible debilidad de los demás. Así que, aunque en ocasiones pueda hablar de ética, se tratará de palabras huecas, de un mero disfraz destinado a lograr sus objetivos, dado que ignora lo que es un conflicto moral o un problema de conciencia.

Desprecia su propia seguridad y la de los demás, juega al borde del precipicio, y actúa de modo irresponsable. Puede arriesgar lo más sagrado sin darle importancia, porque para él nada tiene valor salvo sus deseos y, en su delirio de impunidad, cree que, al estar por encima de cualquier límite, nada malo puede ocurrirle.

La psiquiatría tiene claro que al psicópata no le frenan argumentos morales o lógicos, ni el miedo a producir daño a sí mismo o a otros, ni tampoco el pudor ante el descubrimiento de sus felonías: al psicópata sólo le frena la ley.

Si la política es el ambiente ideal para un psicópata, el poder ideal al que aspira es el poder completamente arbitrario, que no ve limitada su acción por unas reglas externas.

En efecto, el mortal veneno de la arbitrariedad, que siempre conduce a la tiranía, es lo más temible, el gran enemigo de la libertad, de la justicia, del orden y de la paz, y sólo tiene un antídoto: la norma objetiva, el imperio de la ley. Por ello, los yonquis del poder, psicópatas o no, intentan destruir la ley o minimizar su importancia, especialmente aquellos que buscan el poder por todos los medios.

La Ley lo es todo. De hecho, el juicio fundamental sobre la bondad de un orden político no solo debe basarse en una distinción simplista y pueril entre democracia o no democracia, sino ante todo en diferenciar entre un Estado de Derecho en el que manda la ley y aquél en que sólo manda la voluntad del poderoso mientras la ley es despreciada, distorsionada, modificada constantemente y violada con descaro o de forma más furtiva.

La patología del poder consume poco a poco a quien lo ejerce y conduce al desatino. Pero, cuando quienes ostentan el poder comienzan “a actuar como sociópatas”, el escenario se transforma en algo mucho más alarmante. Sólo una implacable resistencia institucional basada en la aplicación estricta de la ley podrán defenderlo.

Hasta aquí el artículo. A que proporciona algunas pistas interesantes...

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