El rey padre

Algunos viejos monárquicos acostumbraban a llamar a don Juan, conde de Barcelona, “el rey padre”. Además de la denominación Juan III, que en realidad no le correspondía, a pesar de que así se haya escrito en el sarcófago que le aguarda en la cripta de reyes del monasterio de El Escorial.

Ahora, con la abdicación de don Juan Carlos y la proclamación del nuevo monarca, Felipe VI, las preguntas se han centrado también en cuál va a ser, no solo el estatus, sino sobre todo la actividad futura del rey saliente.

Acertada me parece la decisión de que ambos, don Juan Carlos y doña Sofía, sigan manteniendo el título de reyes, en lugar de rebajarlos a un condado o ducado, por muy egregio que pudiera parecer el título concreto. Y que es les siga llamado majestad.

De cara a los tiempos que se inician, no falta quien sostiene en público que el nuevo rey gozará de una ventaja singular, a la hora de afrontar su trabajo: la presencia y acompañamiento de don Juan Carlos.

Tengo para mí, sin embargo, que no sería buena idea visualizar en exceso una posible tarea de ayuda y consejo por parte del padre del rey, o del rey padre. Felipe VI necesita construir su propio hueco, en esta nueva etapa de la historia de España, establecer su estilo y sus modos.

Quien ahora va a estar al mando es él, y él debe jugársela, evitando cualquier impresión, por pequeña que parezca, de que nos encontramos ante un rey ‘teledirigido’ por su padre. Como digo, constituiría un error elemental dar una impresión, siquiera mínima, en ese sentido.

Confío en que el buen criterio de don Juan Carlos, ese viejo olfato político que ahora ha acreditado definitivamente con la abdicación, le lleven a quedarse lo más posible al margen de la actividad de su hijo.

Tendrá que ser éste, en las ocasiones en que lo considere oportuno, si se dan, quien acuda al consejo y a la experiencia del rey padre. Pero, como digo, lo menos posible y, desde luego, sin que trascienda demasiado.

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