José Apezarena

Malditos debates, os odio

A tres semanas de las generales, los debates electorales se han convertido en el punto central de la pelea política. Quién debate y quién no, por qué, quién contra quién, cuántos contra cuántos, donde, cómo y cuándo, qué temas deben abordarse…

Y también se discute para qué sirven tales enfrentamientos. Unos argumentan que los ciudadanos tienen derecho a presenciar esas confrontaciones, a que no se les hurte la discusión entre los candidatos, que allí dejan ver su cara oculta, sus capacidades e incapacidades, el talante, el aguante, la coherencia de cada uno. Otros responden que, al final, esos eventos acaban convirtiéndose en un circo, que no sirven para nada, que nunca queda claro nada…

Tengo que adelantar que yo soy partidario de los debates. Me parecen un mecanismo imprescindible en el actual juego político. Lo que no tengo tan claro es cómo configurarlos en concreto. ¿Cualquier tipo de debate, con cualquier participante, sin reglas, sin método?  ¿O más bien debates con todo reglado y pactado, medidos al milímetro? Los primeros degeneran en un caos que los hace inservibles, los segundos se convierten en una perdida de tiempo, causan un mortal aburrimiento y al final resultan hasta contraproducentes.

Parece claro que una confrontación a cuatro, es decir, de los cuatro partidos con opciones de gobernar, se convierte en una trampa de elefantes para el presidente del Gobierno, sea quien sea. Resulta evidente que lo que se producirá es un todos contra él, ya que los otros tres son aspirantes a quitarle el sillón y a ponerse ellos.

Es lo que le ocurrirá a Soraya Sáenz de Santamaría en su enfrentamiento con Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias, tres personajes que incluso tienen un principio de acuerdo para acometer juntos a la vicepresidenta. Lo que pasa es que ella no es el presidente.

Los aspirantes pueden arriesgar hasta el extremo, porque en realidad no hay nada que perder puesto que nada poseen. Todo lo contrario de lo que le ocurre al presidente del Ejecutivo.

Así pues, para un gobernante, el debate electoral constituye la maldición de las maldiciones. Porque tiene muy poco que ganar y, por el contrario, mucho que perder. No te da nada pero te puede quitar todo. Un ejemplo: Iglesias y Rivera han salido tocados, los dos, de su último cara a cara.

Por eso se esconde Rajoy y se resiste como gato panza arriba. Rajoy podría exclamar “Malditos debates, os odio”. Por eso no aceptará un encuentro a cuatro. Como máximo, un cara a cara con el primer líder de la oposición, con Pedro Sánchez, que entonces será un uno contra uno.

¿Ganar un debate demuestra algo? Aznar venció a Felipe González en el primero de los dos que celebraron en 1993. Pedro Solbes ganó a Manuel Pizarro en 2011, y sin embargo quien decía la verdad y tenía razón era el segundo.

 

¿Una persona que se maneja bien en esos territorios, que sale triunfador, que domina a los adversarios, es por eso un buen gobernante? ¿Su pericia dialéctica, su fuerza expresiva, la viveza de sus comentarios, la agilidad para responder… certifican que está preparado, que sabrá por dónde conducir los destinos del país? Tengo mis dudas.

Pero, al mismo tiempo, el debate debe existir. Hoy resulta imprescindible. Es algo así como un peaje que ha de pagar todo aquel que aspire a liderar, en todo o en parte, este país.

Se ha escrito que ningún norteamericano que no dé bien en la televisión podrá nunca ser presidente de los Estados Unidos. Pues, de igual manera, hay que concluir que ningún español que no se maneje con soltura en los debates puede aspirar a residir en La Moncloa. Así están las cosas, nos guste o no.

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