José Apezarena

Soy un heterodoxo

Se trataba de una mesa con siete personas y me encontré solo. Absolutamente solo. Fui el disidente, más aún el heterodoxo según, por lo visto, el sentir general. Seis contra uno.

Ocurrió la semana pasada, en una de las tertulias televisivas a las que suelo acudir con alguna frecuencia. Se hablaba de la votación, en el Congreso, de la reforma del aborto propugnada por el PP, y de que ese partido había retirado la afirmación de que el aborto no es un derecho.

El conductor planteó a la mesa: ¿es que alguno de los presentes opina que el aborto no es un derecho? Fui el único que levantó la mano para sostener que acabar con la gestación de un futuro ser humano no constituye un derecho como tal. Lo dicho: seis a uno.

Me encontré, pues, solo. Y menos mal que en esta ocasión no tuve que escuchar descalificaciones y acusaciones, como habitualmente padecen quienes disienten de la doctrina general, socialmente instalada, favorable al aborto. Una opción que se ha convertido poco menos que en dogma inamovible, del que no se puede separar nadie.

En efecto, a quienes no suscriben la legalización del aborto se les llama de todo. Lo más suave es calificarles de conservadores. Menos suave es motejarles de integristas religiosos, extremistas, radicales ideológicos y caverna, expresiones que estos días se han escuchado y leído en medios de comunicación y escuchado a portavoces.

Y así, resulta que en esta sociedad hiperdemocrática y liberal se puede discrepar de todo, todas las opiniones son válidas… menos en lo relativo al aborto. Aquí está prohibido, es más resulta penado socialmente, discrepar de la mayoría y atreverse a decirlo. Y yo pregunto: ¿dónde quedó establecido que el aborto, el apoyo al aborto, constituye una verdad absoluta de la que está prohibido disentir? Resulta posible cuestionar prácticamente todo, poner en entredicho posiciones y axiomas de todo tipo… menos en este terreno.

Ojo, que no estamos hablando de una materia menor. Se trata de un debate cuyas consecuencias no son solamente teóricas, de mera discrepancia, sino que va en juego algo más que una cuestión disputada. Trae consecuencias. La consecuencia de que un embrión, una futura vida humana, resulta eliminado. Y eso resulta irreparable, no tiene vuelta atrás. Además, es eliminado utilizando procedimientos en tantos casos altamente traumáticos. Y el hecho de que se realice legalmente no tranquiliza nada.

Sostuve a continuación en esa mesa que cada aborto se convierte en un fracaso. Un fracaso de todos nosotros, de la misma sociedad. Y expliqué que la oposición a su legalización no se resume en una manía de los católicos, puesto que otras religiones lo rechazan igualmente, como ocurre con los musulmanes; ni tampoco se reduce a un estrictamente asunto religioso porque ser provida constituye algo mucho más global.

Frente a posiciones ideológicas y políticas de izquierdas, siempre he pensado que el aborto resulta muy poco progresista. Se me antoja escasamente progresista que, ante un conflicto entre dos intereses, siempre salga perdiendo el más débil.

 

Aludí también a la reforma legal que obliga a que las niñas de 16 años cuenten con sus padres para abortar. Parece bastante razonable que si, frente a tantos actos públicos y legales, se requiere la presencia, el acompañamiento y el permiso paterno, sin embargo no constituya requisito a la hora de abortar. La salida ‘oficial’ es que algunas menores pueden sufrir presiones de sus padres. Vale. Pues pónganse los remedios oportunos para que eso no ocurra y ya está.

Escuché en aquella mesa televisiva la sorprendente afirmación de que el aborto es una cuestión “de las mujeres”, y por tanto “sólo las mujeres podemos hablar de ello”. Me parece una exageración, difícilmente defendible, eso de que existan cuestiones que únicamente pueden abordar las mujeres, o solo los hombres, o cualquier otro colectivo en exclusiva.

Y me atreví a plantear si, en la decisión de interrumpir un embarazo, habría que dar también voz a “la otra parte”, al varón, al padre. Algo tendrá que decir, pienso yo, quien ha intervenido aportando una parte del material que ha dado como resultado el embrión. Queda anidado en el seno materno, ciertamente, pero constituye obra de uno y de otra, ¿no?

Terminé pronosticando que, en el futuro, la humanidad se avergonzará del aborto y lo lamentará amargamente. Como ya se avergüenza de realidades que en su día fueron normales y hasta legales, que merecieron el consenso de la sociedad y que hoy consideramos, con razón, una barbaridad. Por eso las hemos repudiado.

De esas vergüenzas colectivas hay más de un ejemplo, sin recurrir al argumento de la pena de muerte. Por ejemplo, el horror de la esclavitud, que ha sido legal hasta el siglo XIX. Por ejemplo, la prohibición del voto de la mujer, limitación que ha pervivido hasta bien entrado el siglo XX. Realidades, como digo, admitidas, reconocidas y legalizadas entonces, de las que nos avergonzamos ahora.

Soy consciente de que la cuestión del aborto es mucho más profunda de lo aquí esbozado, pero es lo que da de sí una columna. Habrá más ocasiones de retornar sobre ello. Y quizá de volver a comprobar la dictadura de quienes pretenden imponer como doctrina única la legalización del aborto. Ese planteamiento que no está dispuesto a tolerar la existencia de disidentes ni de heterodoxos. Como parece que soy yo.

editor@elconfidencialdigital.com

Twitter: @JoseApezarena

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