Despedido, humillado, tratado como un andrajo

Me contaron los detalles y no salía de mi asombro.

Un día, llegó a su empresa y se encontró con que su mesa estaba ocupada por otro. No ocupaba un puesto cualquiera. Era responsable de una división de la compañía.

Le habían dejado físicamente sin emplazamiento, aprovechando sus múltiples viajes. Iba de un lado a otro de España no por placer, ni mucho menos, sino por la empresa. De hecho, ese dar tumbos lo traía de cabeza. Apenas podía estar con la familia entre semana.

Y de repente, una jornada cualquiera, sin previo aviso, se encuentra a otro en su despacho.

Aún perplejo, enfiló hacia dirección. Llamó a la puerta y entró. Parecía que estaban esperándole. Lo primero que escuchó fue:

-- ¡Ah! ¡Eres tú! ¿Puedes dejar encima de esta mesa tu móvil de empresa y las llaves de la oficina?

Así, sin anestesia. Pum. Si no quieres taza, taza y media.

La compañía había empezado a cambiar tras la entrada en el accionariado de una sociedad francesa. Un día, desembarcó en la sede española una persona que se puso a monitorizar el trabajo de todos.

Sus prácticas no eran del todo ortodoxas. Maniobraba a la espalda de sus comerciales, proponiendo acuerdos extraoficiales con una rebaja significativa de los precios. Por un lado, demostraba su poder y, por otro, pretendía fidelizar a los clientes con su persona, obviando al contacto de toda la vida.

 

Mala estrategia, porque el españolito medio es muy receloso, no se fía de los duros a peseta sino del trato cabal, cara a cara, sin truquitos. Pero eso no ha parecido importarles.

De repente, un día… ¡zás! Sin previo aviso, te encuentras que tu mesa está ocupada y la primera palabra del jefe es para pedirte el móvil y las llaves.

Espeluznante.

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