Ir a renovar el DNI y vivir una odisea

Relaté hace algún tiempo en este foro la impresión que me causó un viaje en Metro, después de años sin pasarme por el suburbano. Algún lector se mostró entonces especialmente cruel: que si vivía en una burbuja, que si me faltaba aterrizar en el mundo real, que si ya era hora de que me cayera del guindo…

No me parecieron muy justas aquellas acusaciones, como ya dije en su día. Alguien debería explicar, por ejemplo, por qué el mundo real es precisamente el que se vive allá abajo y no el de aquí arriba; o por qué la burbuja no es la que rodea a aquellos que transitan por el subsuelo. Pero eso es otra cuestión.

Traigo a colación este asunto porque voy a relatar ahora otro suceso reciente que me ha causado gran impacto. Creo que en este caso no voy a provocar a los muy susceptibles porque se trataba de una cita para renovar el DNI y el Pasaporte.

He tenido la suerte de no perderlos desde que los obtuve legítimamente, hace ahora diez años, y llevaba ese tiempo sin asomarme por una comisaría destinada a estos trámites administrativos.

Pues me he quedado perplejo.

Como digo, tenía cita prefijada. En concreto, la primera convocatoria era para las 9:45. La otra, para media hora después. Pero, temiéndome lo peor, me presenté allí veinte minutos antes, dispuesto a sentarme en una gran sala de espera, atestada de gente nerviosa e irritada. Llevaba prensa para leer, una radio con cascos para amenizar la mañana, y paciencia.

Previamente, me había preparado para la gymkana. Había estudiado los protocolos de funcionamiento, recabado fotos, dinero, certificados… Todo, menos presentarme sin algún puñetero papelito que justificara mi salida por anticipado del recinto sin los documentos en regla.

Quedé sorprendido nada más atravesar la puerta. Nada de colas, ni apreturas. Más bien, poca gente. En la puerta, un policía joven y sonriente. Le cuento que tengo cita para más tarde. Me busca en una lista, comprueba que estoy y, directamente, me envía a una mesa donde había una funcionaria esperándome.

No doy crédito: ¡me están atendiendo antes de tiempo!

 

Al sentarme, le explico a la señora lo que necesito… y entonces me sumerjo en los mundos de yuppie. La funcionaria descubre que soy de Canarias y comienza a exultar: qué tierra más estupenda, qué maravilla, yo he estado largas temporadas en El Sauzal, qué paz, qué sosiego, qué clima…

Intercalaba sus descripciones entusiastas con frases cortas, del tipo: “pon el dedo aquí”, “dame la foto”, “¿son correctos estos datos?”, “firma aquí”, “son 10,20 euros”… Ligera, ágil, eficaz, en unos minutos salió el carnet calentito del horno... Pero no. La foto había quedado demasiado oscura.

Dijo que no me preocupara. Lo íbamos a mandar a imprimir, por segunda vez, a otra copiadora de la sala, que normalmente daba más contraste. Si tampoco funcionaba el remedio, me podía acercar un momento a la tienda de enfrente, a por otras fotos, que ella me esperaba pacientemente y me reservaba el turno.

Y qué maravilla esas playas del norte de Tenerife. Y las esterlicias. Y las viejas a la espalda (un pescado estupendo). Y dejarse empapar del mar batiendo contra un rompeolas mientras contemplas el atardecer. Y el gofio de millo. Y La Laguna con sus calles peatonales y su porte señorial…

No hizo falta el paseo. El carnet salió de la segunda impresora con el contraste perfecto. Inmediatamente, se puso con el pasaporte. Yo tenía cita para las 10:15 pero lo íbamos a hacer todo del tirón.

Cuando hice amago de quedarme con el primero de los dos carnets que acababa de hacerme, el que salía con la foto más oscura, me dijo que eso era imposible: aquel plástico, con holografías y un chip aún sin encriptar, se podía vender fácilmente por unos 18.000 euros en el mercado negro. Y costaba sólo ocho. Ojo al dato.

Cinco minutos después, estaba en la calle. Eran las 10:05 de la mañana.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua utiliza dos acepciones para la palabra odisea: 1. “Viaje largo, en el que abundan las aventuras adversas y favorables al viajero”; 2. “Sucesión de peripecias, por lo general desagradables, que le ocurren a alguien”.

En este caso, sólo ha habido que reseñar aventuras favorables y gratas peripecias. Mi reconocimiento a la amable funcionaria. Y mi felicitación al sistema público de tramitación de este tipo de documentos.

Creo que estas cosas también hay que contarlas. Es de justicia. (Sobre todo, si la señora tiene tan buen gusto).

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