Dos empresarios mezquinos

La semana pasada me contaron dos sucesos tremendos. Dramáticos, lacerantes. Ilustran algo de lo que está pasando estos días y ofrecen pistas sobre algunas mezquindades que ha dejado al descubierto esta crisis terrible.

El primer protagonista llevaba 25 años de ininterrumpida fidelidad a la empresa. Un rosario de sacrificios sin cuento. Nunca hubo horarios, ni reproches a una compañía que pedía la mayor implicación posible a sus empleados.

No vio crecer a sus hijos: hasta eso entregó a sus jefes. Se excedía cada jornada encantado de la vida, todo hay que decirlo. Desde arriba todo eran parabienes y mensajes de respeto y consideración.

Aquello no era un trabajo, era un matrimonio. Ya se lo decía su mujer, que soportaba como podía el peso de la casa y la educación de los hijos. Sin ayuda, en absoluta soledad. También ella lo hacía sin rechistar y hasta llegó a sentirse una privilegiada: su marido parecía exhausto pero feliz, ingresaba un buen sueldo y aseguraban el porvenir de los niños.

Pasaron, como digo, 25 años de relación y llegó la crisis galopante. La empresa entró en pérdida. Bien sabe Dios que no por culpa de los empleados, que seguían dejándose la vida en el empeño. Fue un cúmulo de circunstancias: un buen puñado de impagados, nula capacidad para exportar, estructuras rígidas, reacción tardía, bancos implacables...

Entonces, de repente, casi a traición, aquel hombre sintió en su mejilla el beso frío de la indiferencia. De la noche a la mañana, se vio de patitas en la calle. A sus jefes no les tembló el pulso.

“Con la que está cayendo no hay espacio para el romanticismo”, le vinieron a decir. “Son malos tiempos para todos, debes comprenderlo”. ¿Romanticismo? ¿Malos tiempos? “Serán...”.

Segundo caso. Hace sólo unos meses, a otro amigo le llegó el momento de salir de su empresa de toda la vida. Quiso afrontar la situación con elegancia, evitar malos rollos. Hablaron de un acuerdo.

El empleado tenía derecho a una indemnización millonaria, fruto (también aquí) de varios años de servicio. Pero quiso ser sensato, razonable. Y cedió: las partes pactaron una salida con una rebaja sustancial en su indemnización.

 

Días después, en charla informal, pudo hablar de forma distendida con aquel directivo de recursos humanos con el que había tratado.

-- Oye, en el contrato figuraba también una cláusula por la que si yo rompía de forma unilateral, para marcharme, debía indemnizar a la empresa. Una pregunta, en confianza: llegado el caso, vosotros también hubierais sido razonables y habríamos pactado para dejarme marchar, ¿verdad?

El otro lo miró de hito en hito, permaneció un rato en silencio y le espetó casi en un susurro:

-- Te voy a ser sincero porque somos amigos y no estamos en la oficina. La empresa no te hubiera ahorrado ni un sólo euro, ni uno sólo. No tengas ninguna duda. Te lo digo porque he estado en esa situación varias veces. En esos casos son im-pla-ca-bles.

Más en twitter: @javierfumero

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