1917, el tiempo es el enemigo

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El tiempo es el enemigo. Ayer, hoy y en el futuro. Siempre presente en el tic-tac de nuestros relojes cuando, apremiados por una vital circunstancia, las manecillas parecen acelerarse ante la consecución de cualquiera de nuestros objetivos o, como en la cinta de Sam Mendes, del de los cabos Blake y Schofield. La misión ante todo.

Ellos, binomio obligado, comienzan una carrera contra el crono, contra las múltiples adversidades que presenta el devastado campo de batalla del frente occidental en la Primera Guerra Mundial. Hay una razón de peso, salvar a más de un millar de compatriotas expuestos a una emboscada enemiga.

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Y no se trata de la repentina ofensiva en Loos ni la de los interminables combates en Verdún. Tampoco de las crueles y sangrientas contiendas del Somme o Ypres. Es algo más básico, más humano; el recuerdo de, como tantas y tantas otras, la micro-historia de un relato humilde y personal, el del abuelo del aclamado director británico. Y eso, siempre, sobresalta el corazón del espectador más pintado. No somos de piedra.

Pero siempre es allí, en ese territorio francés ocupado en el que, a escasos metros, casi se escuchan los suspiros del enemigo pertrechado tras un huérfano pedazo de tierra, el "no man's land", esa tierra de nadie, carente de identidad, que se convierte en el último lecho de las miles de bajas de ambos bandos a la espera del "big push", la gran ofensiva.

Es la guerra, pero paradójicamente hay amor, ese instinto fraternal que conduce al éxito de la misión y, al mismo tiempo, guía al espectador en un único y sorprendente plano secuencial desde el que parece alentar a los dos soldados protagonistas en el angustioso recorrido por las trincheras, impulsar sus pasos entre cadáveres destrozados y, si es preciso, rescatarles del barro, las alambradas o la explosión en una "lujosa" trinchera germana.

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Tú, en el público, también eres parte del devenir de la película. Lee Smith, el editor, te ha arrastrado sin cloroformo al desarrollo de su trama. No hace falta anestesia. Y un Roger Deakins sublime alardea de su técnica fotográfica para exhibir lo más inesperado, desde inmensas y hambrientas ratas a cuerpos cadavéricos hinchados por el agua. Tus ojos están en sus manos, tu corazón en un puño. Se masca la tragedia.

Sin embargo, en tu plácida butaca, eres capaz de oler el sudor, sentir la fatiga, vivir la tensión del momento, percibir el escalofrío bélico o el calor de la pólvora, padecer el horror de la guerra y, a modo de redención personal, solidarizarte con el sufrimiento de un bebé que llora por la hambruna o la poca ortodoxa pero efectiva carrera contrarreloj del soldado salvador. La meta está próxima y el simbolismo queda para el futuro del cine.

El tiempo fue el enemigo, como lo son las circunstancias sutil y sublimemente retratadas en un escenario inmersivo en el que no faltan los ingredientes típicos de toda gran guerra: caos, miedo, confusión, muerte, desesperación y, a pesar de la cruenta batalla, esperanza y compasión.

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