Amenazas serias a la libertad en Occidente

El antiguo debate sobre libertad formal y libertad real, azuzado desde perspectivas más bien marxistas, cobra hoy cierta actualidad ante la difusión de nuevos totalitarismos, que imponen jurídicamente su peso reduciendo las posibilidades de ejercer el libre albedrío en la vida cultural y política.

La seguridad impone su ley dentro de la lucha contra el terrorismo. Así acaba de suceder en Francia, donde se promulga una norma, el 30 de octubre -cuando se cumplía el tiempo de un estado de emergencia no renovable ya-, que incorpora paradójicamente al derecho común criterios propios de los estados de excepción. El proyecto salió adelante con amplias mayorías parlamentarias, reflejo evidente de un clima social amedrentado, sobre todo, ante el irracional extremismo islamista. Pero ha sido llevado ya al Consejo Constitucional, esta vez no por iniciativa de partidos de la oposición, sino de La Ligue des droits de l'homme: plantea cuatro cuestiones prioritarias. Emmanuel Macron no ha atendido la petición de diversas personalidades –incluido el antiguo primer ministro Bernard Cazeneuve-, de someter la ley por propia iniciativa a los guardianes de la Constitución.

Buena parte de los medios de comunicación internacionales se rasgan las vestiduras estos días ante el éxito de las manifestaciones populistas en Polonia. Menos mal que algunos han reaccionado también contras los propios nacionalismos, de signos diversos: la experiencia histórica muestra que la magnificación de las identidades patrias acaba oprimiendo la libertad, aunque no llegue a los extremos racistas de Hitler. No entro en el actual debate español sobre Cataluña, pero me parece evidente que las libertades formales fueron forzadas en la aprobación parlamentaria de los proyectos que han dado lugar a una penosa situación para el conjunto.

En otro orden de cosas, se abre paso en la opinión la idea de hackers difusores de rumores y falsas noticias en el contexto de elecciones recientes en diversos países del mundo. Y se pide la intervención de los gobiernos para poner coto a esa indeseable influencia. Pero no se sabe cómo evitar delitos informáticos si no es limitando la libertad de acceso a las redes sociales a través de nuevos controles jurídicos, difíciles por otra parte de aplicar, como señala la experiencia.

El riesgo, también en ese campo, es que se invierta la presunción de inocencia, y se obligue a los posibles inculpados a demostrarla, algo francamente difícil, si no imposible. Desde luego, es una solución retrógrada: en el caso de España, olvida las funestas consecuencias de los procesos de la Inquisición, tribunal suprimido, si no me equivoco, por las Cortes de Cádiz.

Se intenta imponer medidas de ese estilo a raíz de los penosos escándalos americanos y europeos en materia de acoso sexual, pero no estaría de más repensar su escasa eficacia: por ejemplo, no parece que las leyes sobre violencia de género estén contribuyendo en la práctica a disminuir unos delitos, por su carácter profundamente pasional, irracional. A mi entender, sobran leyes y tribunales especiales, sin perjuicio de precisar mejor, si es preciso, normas de derecho común, de acuerdo con los correspondientes sistemas jurídicos, tan distintos en la órbita anglosajona de la continental...

Algo semejante sucede con la profusión de leyes contra fobias y discriminaciones, que suelen acentuarlas, aunque se modifique el tipo de conductas jurídicamente perseguidas. No es necesario recordarlas, ni referir la amplitud de las mayorías que las aprueban, quizá por miedo a recibir sambenitos injustos. Pero no puedo olvidar en estos casos las gravísimas sanciones previstas en la vieja ley de prensa de Fraga, aceptadas en las Cortes porque –se dijo- nunca se aplicarían: hasta la suspensión y cierre de revistas y diarios beligerantes contra la dictadura, desconocidos hoy por las nuevas generaciones.

Lo más grave, quizá, es la toma de tantas universidades occidentales por los actores de lo políticamente impuesto (para mí, incorrecto). No se puede privar al alma mater de la capacidad de hablar y discutir de todo, también aunque hiera algunas sensibilidades, tal vez enfermizas. Menos aún impedir lecciones o conferencias a través de piquetes. Nuestro emperador Carlos sufrió en su día con las relectiones de indiis pronunciadas por Francisco de Vitoria en Salamanca. Pero no se le ocurrió prohibirlas, con beneficio grande para el derecho de gentes.

 
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