Críticos de la Corona

“Cuanto son mayores las monarquías, más sujetas están a la mentira. La fuerza de los rayos de una fortuna ilustre levanta contra sí las nieblas de la murmuración”. Quien así se expresa es Diego Saavedra Fajardo, español culto e ilustre y por tanto caído en el olvido. Frente a una pretendida censura monárquica, vemos cada día que ejercitarse en el victimismo antimonárquico da más minutos en el aire y más gozos al bolsillo que optar por la responsabilidad, por la solvencia intelectual o al menos por una mezcla de proporción y discreción. “Lo que no puede derribar la fuerza lo intenta la calumnia”. Es el caso de algún senador enajenado de su partido y de sí mismo y de algún periodista que pide limosna a la fama con el vituperio personal. Como en tiempos de Saavedra Fajardo, las monarquías siguen “despreciando la invidia y la murmuración de sus émulos”. Por supuesto, la entraña de la calumnia es la de siempre: cualquiera puede ser calumniado por cualquiera pues no se necesita prueba a favor.

Quién sabe si abrir la veda de la crítica contra la monarquía no es el mejor indicio de su asentamiento. En todo caso, puede echarse en falta algo más de rigor y algo menos de pasión personal: tanto tiempo después, se sigue cumpliendo la vieja máxima de Joubert según la cual los que quisieran gobernar, prefieren las repúblicas y los que quieren ser bien gobernados prefieren la monarquía. “¿Qué libelos infamatorios, qué manifiestos falsos, qué fingidos Parnasos, qué pasquines maliciosos no se han esparcido contra la monarquía de España?” Al fin y al cabo, en España hemos ido teniendo un conocimiento minucioso de la vida privada de los reyes del país, no todos émulos de Fernando III el Santo. Ahí ha sobrevivido una Corona con tanto arraigo que en un siglo volvió dos veces. La mayor fortuna de la Corona española es que la opinión antimonárquica española está ahora manchada de gruesos pegotes de salsa rosa.

Por otra parte, la hiperexposición mediática de la Monarquía agranda los flancos visibles y por tanto criticables. La tentación de remar a favor de la corriente, por el contrario, será grande, de cara a configurar un cierto populismo televisivo basado en la elegancia de la princesa Letizia como antes se basaba en la campechanía del rey. Ahí, en buena medida, sobrevuela un peligro mayor que la crítica, el veneno lento del halago, la volubilidad propia de la Fortuna cuando se intenta comprarla. La fatalidad de ser noticiables fuerza estrategias de comunicación. No hace tanto tiempo, en una casa insigne para la institución monárquica, cierto politólogo se preguntaba si aún quedaría alguien capaz de articular allí por qué a España le resulta conveniente una monarquía, más allá de cuestiones de estilismo y complementos. Surfear la ola de la popularidad es equívoco y de difícil control, en tanto que la opinión pública monárquica responsable va siendo, precisamente, cosa de la época del barroco Fajardo. Hace sólo un par de meses, López-Aguilar, ministro de Justicia y Notario mayor del Reino, emborronaba unas páginas con unas reflexiones sobre la republicanización de la Corona propias de su frivolidad analítica. Al menos estas voces se destacan por ir en contra de un consenso tan mayoritario como tácito. Entre la crítica y el halago, ya un ilustre antecedente en el trono confesaba melancólicamente que los monarcas de España deben temerse a sí mismos más que a ninguna otra cosa.

 
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