Defensa del empresario nuevo rico

Puritanismos y visceralismos antiliberales a izquierda y a derecha postulan la equivalencia directa entre empresario y mafioso, en amplia desconsideración de la bondad general de su papel. Son viejos prejuicios anticomerciales, como una pervivencia subterránea del descrédito general, prácticamente antropológico, del pecado de usura. En realidad, son cosas que sólo pueden decirse desde el burocratismo más chic y menos dado al riesgo y -en consecuencia- a la responsabilidad. Como ejemplo, presentarse en sociedad como constructor ya lleva nota de infamia pero los psico-arquitectos tienen la mejor reputación. A cambio, buscar en la propiedad inmobiliaria la inversión más segura tiene en España un carácter constante ya antiguo. La reacción más previsible es no arrendar la casa si arrendarla significa exponerla a los efectos de un terremoto, sin la cobertura de la seguridad jurídica. 

También es constante y antigua la sátira de las costumbres y los excesos del neorriquismo, de la riqueza demasiado rápida que de algún modo merma los estilos templados, la educación, la estética. En parte, hablamos de la España d’Or, de un hedonismo cutre, quizás asimilable a atracarse de langosta en un merendero. Del otro lado está quien zapea entre canales y aprovecha el intervalo para un fervorín sin consecuencias sobre la maldad intrínseca del mundo. Cualquiera diría que la clase política, por comparación con la clase empresarial, resulta culta y leída. Más que la moda y la vanguardia son precisamente las vanidades mal asimiladas de los nuevos ricos las que dan el tono y la decoración de una época, la historia del gusto para bien o para mal, y ahí está el estilo Imperio, redimido de adherencias plebeyas y la vocación de ostentación con el paso de los años. Falta ya poco para la Navidad y llegarán los malentendidos del espiritualismo a predicar austeridad cuando lo que toca es fiesta y el gesto magnánimo de abrir el vino bueno para la familia o para festejar la vida porque sí o la bondad del Cielo. Las dialécticas del ahorro y del consumo son el día a día de la economía doméstica y su capacidad de respirar, al tiempo que actúan como bomba de riego necesaria del sistema, incluso a escala de barrio. El goce legítimo de consumir se cambia por el goce perverso de consumir con culpa. Como en otras cuestiones, aquí la civilización liberal pasa por un ciclo autopunitivo, como un charco de autocompasión. Aquel interés del carnicero del que nos habla Adam Smith como prenda de nuestra cena no implica que después el carnicero sea un tipo cruel y sin entraña. El sentimentalismo, el lirismo gratuito, van contra la mecánica natural de las cosas y contra la razón de nuestra prosperidad, basada también en una noción de confianza. Al final alguien tiene que madrugar para que la lubina esté en la mesa de los enamorados.

Las escuelas españolas de negocios están entre las mejores de Europa pero el papel del empresario, del emprendedor, sigue perseguido de la sospecha y el escándalo. Las leyes están para cumplirlas pero una sociedad propietaria y productiva puede asegurar edades de oro y la positiva consecuencia moral de saber que el bienestar depende de la voluntad y de la competencia individual y no cae del cielo. Eso es el trabajo y la excelencia, no exentos –al contrario- de su repercusión espiritual, incluso en tratos con la materia excrementicia del dinero. En el ámbito teológico, la felicidad del cielo no es egoísmo sino justamente felicidad, igual que la cadena de los intereses mutuos redunda en beneficio de todos. Al chatarrero y al pocero que prosperan entre el valor de su responsabilidad y la angostura de los impuestos habría que dedicarles una consideración ejemplar cuando no un monumento al ingenio de la raza, por más que después el pasatiempo sea criticar el mercedes nuevo del vecino.

 
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