Defensa del infierno – Cenizas y diamantes – La muerte tradicional

Bendita la edad y benditos los hombres que supieron que el infierno quema con llamas no ficticias y que el cielo –como el sueldo- hay que ganárselo. Es muy seguro que la perspectiva de la maldición eterna alienta la responsabilidad individual y luego uno ve la consecuencia de ceder el taxi a las embarazadas, callarse la imprecación que merece la fiesta rociera del vecino o asumir con dulzura que el Ayuntamiento nos roba un euro al día. Un tiempo de contrición y de terror nocturno siempre es purificante y conveniente, como un diurético del alma: en cualquier momento llega un lapso lúcido y nos decimos ‘hombre, hombre, ya está bien de maldad, de vanidad, de hijoputez’. Ya de mañana puede uno intentar ser san Francisco de Borja –para lo mismo repetir mañana. Según John Linton, pianista de jazz y comentarista teológico, el libro de Job nos enseña que ‘el temor puede ser santo, psicológicamente saludable, espiritualmente beneficioso’; esto es, que también somos nuestro miedo y nuestra culpa y que la Divina Comedia no fue azar. Al tiempo, esa presencia de la muerte da sabor al aperitivo del domingo, con el sol que luce por engaño y el tiempo que todo lo devasta y envejece y nos deja en los labios la mezcla del licor y la ceniza: de hecho, habrá magníficas añadas que ya nunca probaremos y ese es buen motivo de tristeza por más que el cielo guarde las barricas milagrosas de Caná. Cada día vamos a menos bautizos y a más funerales y ahí están ‘la carne que tienta con sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos’. Al cabo, pasan las jóvenes de tobillos finos y ya nos sentimos menos aludidos, más bien con ganas de tomar la retirada y encerrarse en una torre ‘con muchos pero doctos libros juntos’ y el ‘quotidie morior’ de Miguel Villalonga en el papel de cartas; lejos de todo, contemplando los días, meditando la muerte, agotando las rentas. Las cosas hay que aceptarlas mansamente y hay un tiempo para aquello que llamaban ‘bienmorir’ como lo hubo para el foll amor cuando éramos más jóvenes y teníamos los dientes más blancos. De momento vivimos entre copas de champaña, agitados de gozo y actividad, y al final parece que morirse es tan banal como ir a comprar pan y en los corrillos sólo se subraya la pijez del tanatorio o de dónde vienen los arreglos florales. Del mismo modo, se dan efectos dramáticos a la agonía de un ‘cocker’ y a cualquiera lo franquean con la aspirina de la muerte en el torvo hospital de Leganés. Luego siempre pueden congelarse los cadáveres, sin piedad ni rito, sin las liturgias del dolor y la esperanza. Está claro: somos un avatar de la bioquímica y por eso tiene más sustancia la muerte a palos de una foca. En otros siglos moría un español y el mundo retemblaba. Hoy el heroísmo va a la baja, importa menos.   Ahora vemos funerales suavísimos, muertes de diseño, entierros indoloros donde suenan de fondo baladas de Serrat y alguien lee un poema naïf sobre la Madre Tierra. Un amigo expone el ‘power point’ del muerto en una boda y otro amigo corre a tapar el ataúd con la bandera del Atleti. Allí no falta la corona enviada por el círculo de cicloturismo o por la agrupación socialista o filo-saharaui de su barrio. En la trasera de los hospitales espera el comercial de nichos y ataúdes para explicar las últimas tendencias funerarias. La gente se muere y la familia tiene a bien que el cadáver se reduzca a polvo fino en un tremendo horno para pizzas; después devuelven la huesa ya molida en una urna geométrica, difícil de acomodar a la decoración de cualquier casa. No hay problema: en Venezuela, los indios yanomamis ingerían las cenizas de los muertos y en Suiza, una multinacional convierte las cenizas en diamantes. Por su alto contenido bórico, los diamantes de hombre tienen matices azulados. En todo caso, las urnas cinéreas suelen terminar en la cocina. Todo se degrada y uno puede resumirlo en su diario: ‘¡Qué horror! Se muere mi vecino y yo me he manchado de gazpacho la corbata’.   Está también el caso de aventar las cenizas en lugares pintorescos, simbólicos, sentimentales, como el castizo acérrimo que quiso sus restos esparcidos en la plaza de Chamberí. Con más frecuencia se tiende al romanticismo del mar, y se vierten las cenizas en un tramo de playa donde desagua un colector y a no tardar habrá un desastre petrolero. A cambio, yo soy partidario de una muerte tradicional, terrible, solemne, burguesa, piadosa, dolorosa, más aún si es en esas altas camas castellanas donde la gente moría y engendraba y daba a luz con continuidad admirable: una muerte con miserere y con viático, con el aletear negro del cura de la casa, con esa sensación de irrealidad y de mareo que tan sólo parece otra resaca y sin embargo –voilà- es el final. Era mejor la muerte con hisopo y agua bendita, con familia venida desde lejos, coronas de misterios dolorosos, cementerios desinfectados con zotal, simbología ortodoxa de las flores y la conversión última –hay casos y casos- del gran blasfemo pecador. Después, la gente se reúne a comer porque la vida e incluso el hambre tienen más inercias que la pena. Sin duda era mejor esta muerte con oraciones en latín –In Paradisum-, con la vista perdida en los gozos de Sión, en la explosión de la gloria, en el anfiteatro –todo palmas- de los mártires. Al cuerpo le vienen después el rigor mortis, el livor mortis y el algor mortis, hasta una lenta descomposición, un deshacerse, como el racimo podado en verde de la vid. La viuda puede firmar el epitafio vengativo: ‘ahora comienza el llanto y el rechinar de dientes’. Incluso esto es mejor que un entierro con guitarras. De todos modos, es de esperar que los muertos se conformen con la limosna de un avemaría y –según quería Larbaud- con esa mano de piedad que les lleva ‘un poco de musgo por los Santos’. Amén.

 
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