Dícese de una gran exclusiva

Lleva meses durmiendo poco. Su despacho de la redacción es una leonera a medio camino entre las ruinas romanas y un antiguo asentamiento hippie. Imposible mantener el orden. Ni la calma. Ni trabajar. El teléfono, una cafetera. El móvil ni suena ni vibra, tan sólo se ilumina, fundido de agotamiento. Es tanta la información, las trabas, los papeles falsos y los intereses, que muchas veces se pregunta para qué seguir trabajando en esto. Con lo fácil que es no complicarse la existencia. Cuando parece que lo va a tirar todo por la borda se detiene en un párrafo, en una fotografía, en algo que había pasado desapercibido hasta entonces y, de pronto, se le enciende una luz y se lanza a teclear sin descanso. Vuelve al principio, contrasta, llama. Rompe folios y les prende fuego para no dejar huella. Y esboza de nuevo el esquema de lo que ha contado, lo que no puede contar y lo que le falta por descubrir. Siempre es igual.Le tiembla el pulso cuando ve el gran espacio que ocupa en el bosquejo de la investigación el último avance. Era la pieza clave y quiere aprovecharla. Así una y otra vez.

Hace un par de noches llegó a casa con tres bolsas llenas de papeles arrugados. Cuños oficiales y algún artículo de opinión interesante. Suele leer muchas columnas de opinión porque sabe el gran secreto que esconden los buenos columnistas. A veces también los malos. El artículo de opinión es mucho más que un género literario. Es el colmo de la libertad de prensa. Esa libertad facilita el envío de mensajes, la aportación de puntos de vista intencionados y, a veces, en rebajas, ciertos guiños confidenciales. Toda esa leña que alimenta la hoguera de la investigación periodística. Cabe todo, incluso la ficción. Pero nadie ha demostrado aún que la ficción no sea una manera inteligente de abrir las puertas de una realidad que permanece oculta. Para llevar a cabo una investigación hay que formularse preguntas y figurarse respuestas. Eso es ficción. En el pasado, más de una vez, leyendo entre líneas a columnistas bien informados ha llegado bastante más lejos que dedicándole horas a examinar un informe confidencial filtrado por la puerta de atrás. Ahora no será diferente. Se sentó en un sillón con toda esa maraña de papeles, encendió la televisión y se fue la luz. La tormenta no distingue entre un periodista trabajando y un periodista descansando. Sin embargo, la sombra de la paradoja se alzó entre la penumbra: las tinieblas trajeron una enorme claridad a su cabeza agotada y confusa. Subió al segundo piso en busca de una vela.

En la mesa del comedor volvió a extender todos los documentos. A un lado puso los papeles cuya veracidad no ha sido probada. A otro lado, los artículos de opinión. En frente situó los reportajes ya publicados en el periódico. Y en la parte más cercana colocó con cierto orden sus anotaciones personales de los últimos meses. En el centro, una gran vela. Pasó un largo rato meditando y leyendo casi a oscuras, en un silencio sobrecogedor, roto sólo a veces por el goteo de la cera derretida y los chasquidos de la vela. De pronto, las incógnitas fueron encajando en el puzzle. En penumbra comprendió que el círculo estaba cerrado. Sólo debía dar rienda suelta al olfato que le ha llevado a dedicarse a esta profesión y no a otra. Cruzó unas pruebas con otras hasta terminar de reconstruir la historia. Después hizo una llamada de madrugada. Al otro lado del teléfono, la confesión inevitable, ante el aluvión de pruebas y hechos. Omito las amenazas, los intentos de soborno. Lo de siempre. Miró el reloj y volvió la luz: la redacción aún está abierta y con vida.

Una llamada al periódico y la portada del día siguiente voló por los aires. Todo urge, porque una mecha prendida puede causar una explosión en cualquier momento. En la calle seguía lloviendo como si nunca más fuera a escampar. Se sentó y redactó con calma. No necesitó más que confirmar algunos datos, porque tenía ya toda la historia en la cabeza. Tras el punto final, guardó el reportaje en un disco, en un bolsillo del abrigo. Cinco minutos en coche a la redacción. No hubo tiempo para discutir.  Han sido muchos meses persiguiendo una sombra para encontrar una luz y por fin lo han logrado. Todos entusiasmados y nerviosos. Reconstruyeron la portada y revisaron cada esquina del texto. Por fin, luz verde y a imprimir. Y él se marchó a dormir.

Ya en cama, más tensión al imaginar la fábrica escupiendo periódicos, La tinta fresca, las cuatro columnas brillando. La cuenta atrás hasta el amanecer se le hizo insoportable. El insomnio, eterno. Cerraba los ojos y veía a los repartidores, lentamente, llegando a los quioscos. A las seis en punto, sin un minuto de sueño, se levantó y encendió todas las radios, internet, la televisión. Los comentaristas radiofónicos bullían. Los lectores, boquiabiertos. Es el gran reconocimiento. Todo salió bien gracias a su intuición, su empeño y su valentía. Nada de esto se estudia, ni se aprende en una facultad. Se lleva en algún lugar perdido del intelecto. Allí donde duerme la curiosidad, donde descansa la perspicacia. Cerca de donde habita la motivación, frente a la casa de la valentía. Bajo los dominios de la satisfacción personal y de la rectitud. A la luz de la experiencia. Ahí habita ese arrojo único que no acredita ningún carnet de prensa, ningún contrato millonario, ningún programa de máxima audiencia.

En las sendas del periodismo y de la filosofía se llega más lejos con ese olfato extraordinario que devorando miles de sesudos tratados académicos. El buen periodista y el buen filósofo buscan la verdad, aunque uno ponga más empeño en contarlo bien y el otro en pensarlo mejor. Ambos viven de la necesidad de amar lo verdadero, para llegar a lo cierto. Nada puede saciar sus ganas de alcanzar una exclusiva, una pequeña parte en la inmensidad de la verdad.

 
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