Doscientos ocho segundos

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Doscientos ocho segundos

Lo hace a los mandos del US Airways 1549, decidiendo amerizar en el Río Hudson tras comprobar, a 893 metros de altitud, una fatal pérdida de potencia que les impide aterrizar en cualquier otro lugar.

Lo fabuloso de esta célebre proeza, que acaba de ser objeto de versión cinematográfica, no es la determinación que hay detrás de ella, aun siendo heroica. Lo es que tanto el piloto, Chesley Sullenberger, “Sully”, como su primer oficial, Jeffrey B. Skyles, tuvieron que someterse meses después a un despiadado proceso ante la agencia norteamericana de la seguridad aérea, que les acusaba de haber puesto en peligro a los pasajeros al no haber tomado tierra en el propio aeropuerto de origen o en sus proximidades, posibilidad avalada al parecer por unos simuladores de vuelo.

            Pienso que este acontecimiento enlaza con una realidad contemporánea creciente: la alergia a la toma de decisiones ante el riesgo de que estas deriven en consecuencias negativas para quien las asume. Acometer los temas con la formación e información disponibles, a fin de resolverlos de la manera más resuelta y razonable, se sustituye hoy en muchos ámbitos con un obrar que invite ante todo a sopesar con obsesivo esmero aquellas amenazas que puedan desencadenarse, intentando con ello garantizar la completa indemnidad.

            Esto, como es natural, conduce con cierta frecuencia a la inacción o a un quehacer que, en lugar de ir directamente a los problemas para tratar de solventarlos, busca hacerlo desde la perspectiva menos expuesta o comprometida posible, que suele ser la mayor de las veces la más ineficaz o desaconsejable. Ahí están para corroborarlo la medicina, la abogacía o la ingeniería defensivas, entre tantas otras obligaciones laborales que miran a diario por el rabillo del ojo a las potenciales complicaciones legales de sus acciones aun cuando estas son las que procede abordar por motivos técnicos. Lo grande del caso es que esas eventuales repercusiones posteriores que tanto afectan a quienes deben decidir en tiempo real un asunto médico, jurídico o de ingeniería, no siempre se fundamentan en reparos evidentes o rotundos, algo que nadie en su sano juicio consideraría perjudicial, sino muy a menudo en cuestiones discutibles, de mero matiz o simple apreciación errónea, lo que convierte a esos cometidos profesionales en formas de actuar que desenfocan su objetivo –que dejará entonces de ser primordialmente la salud, la solución jurídica o el puente-, para proporcionarnos un servicio mediocre cuando no nefasto.

            En solo doscientos ocho segundos, unos magníficos pilotos decidieron justificadamente irse al Hudson al comprobar que no alcanzarían las alternativas que desde la torre les indicaban. Con el tiempo se demostraría que habían acertado. Si hubieran hecho lo que les sugerían quienes luego se permitieron juzgarles tan inmisericordemente, sin valorar todos los elementos en juego, se hubiera provocado una temeraria catástrofe.

            “Sully” y Skyles merecen, por esos doscientos ocho segundos, ser considerados unos formidables héroes de nuestro tiempo, como lo deberían ser tantísimos otros médicos, abogados o ingenieros que toman decisiones cada segundo sin quitar la mirada de lo que más conviene a sus enfermos, sus pleitos o sus obras, sin importarles más que eso, que no solamente es lo principal sino lo que asegura también el descargo de cualquier tipo de responsabilidad. 


 
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