Elogio de Tony Blair

Estas palabras de aprecio a la figura del primer ministro británico iban a constituir el artículo de la semana anterior antes de que su contenido se viera alterado por los ataques terroristas de Londres. Si hace siete días había motivos más que de sobra para pronunciarse en favor de este mandatario, hoy es una obligación moral aludir no sólo a su sensato reformismo, a su concepto de una Europa abierta, dinámica y colaboradora con Estados Unidos o a su diplomacia tenaz y fructuosa, sino sobre todo a su convencimiento de que los fanáticos nunca podrán vencernos y a la fiabilidad que transmiten sus declaraciones de firmeza, ratificadas por la vía de los hechos. 

No hacían falta –maldita la falta– cuatro explosiones en el centro de Londres para que demostrara su liderazgo. Ya lo conocíamos. Lo ejerció primero en el seno de su propio partido, cuyo programa aligeró de resabios intervencionistas. Al llevarlo a la práctica, ha obtenido unos resultados económicos que para sí quisiera el infatuado eje franco-alemán. Por eso Tony Blair nos gusta a los liberales. Nada más lógico que su sintonía con Aznar cuando ambos gobernaban o el amigable agasajo que dispensó a Rajoy en su visita al Reino Unido, que le valió el calificativo de «gilipollas integral» por parte de un señor ministro bastante deslenguado.  

  

Y es que en definitiva, matices aparte, lo sentimos como uno de los nuestros, por decirlo sin tapujos. Antes de las últimas elecciones británicas, la revista The Economist hizo una afirmación que resultaría chocante si la oferta electoral en una democracia fuese sólo una cuestión de inercias ideológicas y escuetos nominalismos. Pese a ser su partido el laborista y tener como referente la socialdemocracia, Blair constituía para el votante, según el influyente semanario, la única garantía viable para la continuidad de unas políticas de centro-derecha en el país. Teniendo en cuenta la experiencia anterior al acceso al poder de Margaret Thatcher, tampoco quedaba mucha alternativa.

Blair es el aliado leal del amigo americano en los momentos del compromiso y es también el europeísta que no comulga con algunas llamadas continentales al anquilosamiento. Junto con Aznar y Durao Barroso impulsó la Agenda de Lisboa, que buscaba mejorar la competitividad de la economía comunitaria. Ahora, como presidente de turno de la Unión, ha insistido en la necesidad de flexibilizar los mercados y de poner al día algunos elementos de las políticas efectuadas desde Bruselas que necesitan revisión. Aunque muchos le hayan culpado con hipocresía de los últimos desacuerdos en materia presupuestaria, no se le puede negar parte considerable de razón.

           

Justo al día siguiente de su triunfo diplomático en el logro de los Juegos Olímpicos para Londres –recordemos que se entrevistó largamente con los miembros del COI–, tuvo que afrontar el más amargo trance de su carrera política. Y lo encaró con gallardía, con sosiego, con determinación, con inflexibilidad. Repito, con inflexibilidad. Con un mensaje que no deja lugar a la duda del apaciguamiento. Dicen que en España todo elogio se dirige contra alguien. No sé si puede generalizarse, pero sí les confieso que en este caso particular cada una de las líneas anteriores llevaba esa malévola intención. Y, si me permiten, añadiré una palabra más: evidentemente.

 
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